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Me acosté preocupado pensando en que al día siguiente debía retomar la ruta encarando en los primeros tramos una subida de 400 metros que era realmente desafiante. Escuchaba la llovizna desde mi carpa y sumé a mi mente que el asfalto estaría mojado y mi bicicleta aún más pesada. El sonido del mar me relajó y logré conciliar el sueño.

Era mi primera noche en Matauri Bay luego de una linda preparación alrededor del pueblo Kaitaia donde estuve viviendo 8 semanas para juntar unos mangos. Laburé en el campo, poniéndole el cuerpo al sol y exponiendo mi espalda a un trabajo duro: plantaciones de batatas y recolección de zucchinis. 

El grupo era lindo, la paga no era demasiado buena pero el hospedaje gratis la hacía rendir y el clima era óptimo para aprovechar los ratos libres, estábamos rodeados de playas. Así fue que compré mi bicicleta Milazo y empecé a moverme por los alrededores. La inversión no fue muy grande, sumando los accesorios (candado, casco, inflador y demás) gasté unos 125 dólares americanos. No era malo para tener movilidad y disfrutar de la zona. 

Empecé recorriendo el pueblo y sumando unos 18km diarios en los primeros días. El fin de semana aproveché mi franco para visitar Ahipara, una playa preciosa, y alcanzar mis primeros 30km en un día. La particularidad de Nueva Zelanda son las subidas, casi no existe el territorio plano, por lo que cada tramo tenía varios desafíos incluidos. 

En mis primeras semanas bicicleteando la zona desarrollé lo que llamo “la ley de Mauro”, aunque quizás la idea ya existe, no me tomé el trabajo de buscarlo porque igualmente es poco serio. Mi ley consiste en que siempre que venga un auto detrás de ti, aparecerá uno también de frente al momento de pasarte. La ley la comprobé en caminos completamente desolados, principalmente en uno de ripio que unía Awanui con Waipapakauri: En los 6km que atravesé sólo me crucé dos autos de frente y dos que me pasaron llenándome de tierra, claro está, los cruces fueron al mismo tiempo. 

Cuando adquirí la bici compré también un kit de reparación por caso de que me tocara emparchar una goma en el viaje por Bay of Islands. Mi gran duda era, ¿podría darme maña para hacer el arreglo solo? La verdad es que nunca había hecho dicha tarea y desconocía el procedimiento, más allá de lo sencillo que parece. 

De modo que desde aquel día en que empecé a andar por el barrio sentía que lo mejor era pinchar una goma antes de hacer el “gran viaje”. Sentía que era necesario para poder practicar y no correr el riesgo luego, en caso de pinchar en el medio de la nada y no tener a quién recurrir. Una nueva ley se hizo presente, la famosa ley de la atracción. De tanto pensarlo, y desearlo, días antes de salir a la ruta me llevé puesto un pinche y tuve que acudir a mi kit de reparación. 

Tutorial de Youtube mediante, tardé unos 15 minutos en emparchar la cubierta. Bastante sencillo y práctico, ni siquiera saqué la cubierta, hice todo lo más artesanal posible. Ahora sí estaba preparado para la aventura, no tenía ninguna preocupación.

Enganché la carpa en el cuadro de la bici, metí la bolsa de dormir, dos remeras, dos mallas y un par de medias en la mochila e hice la última prueba antes de comenzar: Un fin de semana en Matai Bay, una de las playas más lindas del país. Fueron 42km de ida, noche en el camping municipal y 51km de regreso porque hice dos desvíos para conocer dos playas alternativas. Casi 100km en 24 horas. Me sentía preparado, era hora de renunciar al trabajo y comenzar el viaje. 

Esa noche en Matauri Bay era la primera del viaje. Todo había comenzado con un viaje en micro de Kaitaia a Kaeo, no quería perder tiempo de viaje haciendo el mismo recorrido que había hecho antes para ir a Matai Bay, o sea, busqué evitar toda la Karikari Peninsula y arrancar directamente en lo que se denomina Bahía de Islas. 

Bajé del Intercity en Kaeo y agarré la ruta. A los 4 minutos de iniciar el recorrido empezó a llover, de menos a más. No había mucho refugio más allá de algunos árboles. Por suerte, la lluvia era intermitente y me permitía ir avanzando y encontrando mejor huecos donde esconderme para no empaparme. La primera parada fue Whangaroa, donde el cielo comenzó a limpiar y la caminata hacia la piedra St Paul me dio una bella vista de toda la zona. Mis ojos se maravillaban con lo que el paisaje presentaba. 

Desde el día uno en que llegué a Nueva Zelanda le tomé cariño al Intercity, la línea de micros de media y larga distancia del país. Es prácticamente la única, salvo algunos otros buses que cubren tramos específicos. Ésta conecta las principales ciudades y se detiene en todos los pueblos del medio. Siempre a horario, Wifi gratis, coches nuevos y choferes muy buena onda. Lo único malo: a la bici hay que desarmarla para meterla junto a los bolsos.

En mi ruta me esperaban otros viajes en micro, por eso había sacado el Intercity Pass que te permite comprar horas de viaje e ir utilizándolas en cualquier momento durante un año calendario. De esta manera se ahorra bastante dinero y los procesos de compra son realmente fáciles. Lo malo, cuando planifiqué mi viaje no leí la letra chica de cada servicio y resulta que en algunos no permitía llevar bicicleta…

Esa subida de 400 metros que iba a tener que hacer en la mañana de mi segundo día de viaje primero fue una bajada. Claro está, había ido subiendo de a poco a lo largo de los 35km que unían Kaeo con Matauri Bay (pasando por Dolphin Bay y otras costas). Recuerdo que poco antes de llegar a esa bajada estaba muerto de sed (no había visto un solo negocio en todo el tramo) y un colegio fue mi única opción para cargar mi botella de agua. El director del mismo me “agarró” cometiendo el delito de sustraer un poco de agua de un bebedero y realmente se lo tomó a mal: “Ya está, ya agarraste el agua, pero la próxima tenés que pedir permiso”. 

Mis 17kg de bicicleta y mis 6kg de equipaje me empujaban hacia adelante en la bajada que me llevó a unos 60km por hora. La ruta mojada no era de gran ayuda para mis frenos, iba tan rápido que no podía detenerme y las curvas se había vuelto cada vez más complicadas. Hice lo que pude para no estrellarme de lleno contra una pared de piedras que prometía ponerle fin a mi viaje, en mi primer día. El golpe fue suave y logré mantenerme arriba de la bici. Me salvé del papelón. 

Terminé mi desayuno sentado frente al mar en el camping municipal Matauri Bay y miré por última vez la montaña que debía atravesar para retomar la ruta que me llevaría a mi segundo destino. Conecté mis auriculares para escuchar la previa, jugaba mi querido Independiente contra Colón por el torneo local que luego cobró el nombre de Copa Maradona.  Fue en ese momento en que se me acercó un señor para preguntarme si yo era el que ayer bajaba a todo trapo por el camino montañoso que culminaba en Matauri Bay. 

Asentí con mi cabeza pensando en que seguramente se habían dado cuenta de que algo no funcionaba bien en mi cerebro, pero sonrió y me dijo que le parecía una locura tener que hacer esa subida ahora, para arrancar el día. 

_ Con mi mujer tenemos una campervan, podemos llevarte hasta la ruta si querés, te ahorras la subida que parece la muerte.

Era hacer un poco de trampa, mi plan era viajar todo Bay of Islands sin ninguna ayuda, pero ya había arrancado en un micro así que había perdido un poco la vergüenza. 

_ Sí, más que encantado, muchas gracias. 

Era una pareja de Auckland que había decidido alquilar una campervan para viajar por el norte durante unos 5 días de vacaciones. Charlamos los 15 minutos que unían el camping con la ruta y me preguntaban qué andaba haciendo por Nueva Zelanda. Les conté mis experiencias trabajando en el campo y mi plan para las próximas semanas que incluían un lindo recorrido en bici y luego un trabajo en la cosecha de cerezas en la isla sur. 

Al despedirnos me agradecieron por contribuir con los trabajos duros del país, especialmente en un contexto de pandemia donde las fronteras están cerradas y muchos trabajadores isleños que suelen venir a hacer las temporadas no estaban pudiendo ingresar. Me parecía increíble que me estuviesen agradeciendo, hermoso gesto. 

Parte II

La ruta hasta la autopista 10 era una maravilla, yo era casi el único en ese trayecto y los animales a los costados levantaban la cabeza para saludarme. Claro está, es mi imaginación, seguramente miraban pensando: “¿quién es este loquito andando en bici por acá con 30 grados y subidas cada 200 metros?”. De igual modo eran mi compañía y me divertía mucho con las vacas y ovejas que se acercaban y se alejaban dependiendo si las miraba o no. 

 

“Gol, qué mala suerte, gol de Independiente”. 

 

Había enganchado una radio santafesina en mi celular y los locutores no estaban contentos. Grité como un loquito el empate del rojo que resultaba necesario pensando en el pase de grupo. Fue una linda alegría ya que habíamos estado perdiendo todo el partido y parecía que nos quedábamos sin puntos ese día. 

 

“¡¡¡Penal para Colón!!!” 

 

El grito de los locutores, dos minutos después, a los 49 del Segundo Tiempo, me quitaron toda la alegría. Qué poco había durado, otra vez pasaríamos a perder y ya sin tiempo de cambiar el resultado final del partido. Seguí pedaleando con la mente puesta en la cancha y los ojos prácticamente idos de tanta atención que le estaba prestando al sonido de mis auriculares.

 

Qué cosa tan linda volver a escuchar partidos por radio, especialmente en tiempos de Covid donde las canchas estaban vacías y los partidos tenían menos ritmo que una partida de ajedrez. Esa pasión, esa sensación de que todo tiempo hay situaciones de gol y los conductores van a los comentaristas y las publicidades a toda velocidad. 

 

_ No se puede creer, lo atajó el arquero. Uno a uno, empate entre Colón e Independiente. 

 

Otra vez festejé en plena ruta, nos quedamos con un empate agónico por el gol y por la gran atajada del penal de los santafesinos. Pusineri seguía invicto y el rojo con grandes chances de pasar de grupo. Me detuve al costado de la ruta a descansar un poco luego de los primeros 20km. Me faltaban otros 16 para llegar a Kerikeri donde pasaría mi segunda noche.

 

En Kerikeri decidí hospedarme en un hostel y no en mi carpa. Necesitaba una cama, una buena ducha y poder interactuar con gente. Mi carpa era la más barata del Warehouse (la cadena de venta de todo de tipo de cosas más barata de Nueva Zelanda) y andaba solo con la bolsa de dormir, no tenía más espacio para cargar un aislante o algo adicional. 

 

KeriCentral era un hostel de trabajo, o sea, un hostal donde se hospeda gente para trabajar. Por lo general es el dueño del lugar el que consigue el trabajo para sus huéspedes. De manera que el hostel estaba lleno y yo era prácticamente el único de paso. Lo bueno, mucho silencio por la noche, me venía bien un descanso. Lo malo, a las 6am empezaba a levantarse la gente y se volvía difícil volver a pegar un ojo luego de ello.

 

Miré el cielo mientras esperaba a que me prepararan un café para llevar y parecía que se caía abajo. Tenía 24km por delante hasta Paihia, el tramo más corto de todo mi viaje, pero con la lluvia comiéndome las espaldas sabía que tenía que meterle pata. Otra vez tuve que agarrar la Ruta 10 con todos sus camiones. No era algo grave, eran respetuosos con los ciclistas, pero igualmente en las curvas se hacían sentir y el viento no ayudaba ni un poco. Ni hablar si se largaba la lluvia, que para peor me obligaba a quitarme los anteojos. 

 

Zafé de la lluvia, pero la amenaza persistía. Mi carpa de 29 NZD no estaba preparada para tormentas, por lo que volví a hospedarme en un hostel. Esta vez tuve suerte, estaba solo en la habitación y tenía una linda vista hacia la playa. 

 

Mi plan no era el mejor, pero no tenía muchas opciones. Me tocaba regresar a Kaitaia para buscar mi mochila y luego volver a partir hacia Whangarei donde me hospedaría una noche en un hostel y dejaría la mochila para seguir viaje. Cuando digo mochila, hablo de mi bolso de 60litros con el que cargaba todas mis pertenencias para un año en Nueva Zelanda. Claramente, si le sumaba la bici, la carpa y todo lo demás era imposible seguir por la ruta. 

 

Ahí fue cuando descubrí que el micro que cubría ese trayecto no me permitía llevar una bicicleta en la bodega. Consulté con mi amiga irlandesa Holly si ella o su novio Jack de casualidad tenían que viajar hacia el sur de la isla norte y podían acercarme la mochila en el camino. Afortunadamente, viajaban para Auckland el fin de semana para hacerse unos estudios médicos. 

 

Logré coordinar con una amiga de Auckland para que recibiera mi bolso y me olvidé del problema. Me tocaba seguir bicicleteando con mis 3 remeras, mis 2 mallas y mis 2 pares de medias. La calma mental llegó y dormí una hermosa siesta mientras afuera llovía y la tormenta pasaba. La tardecita fue de playa y caminata, al otro día me tocaba cruzar a Russell en un ferry de 15 minutos. 

 

Fue en el trayecto hasta mi hospedaje en la isla de Russell que se me rompió la tira de la mochila y casi me caigo, una vez más, de la bici. No tenía muchas opciones, por lo que hice una especie de torniquete con el cable USB del cargador de mi celular. Mi amigo Peowich me felicitó, “modernizaste la famosa frase ´lo atamos con alambre´, es una versión 2.0 la tuya”. 

 

En Russell me volví a enamorar, del pueblo, claro. Fue uno de esos lugares en los que al llegar sabía que iba a costarme irme, de hecho, pensaba estar ahí solo un día, y no fue así. Le di un descanso a la bicicleta durante esos días porque es una isla pequeña que vale la pena recorrer a pie. Las playas: una hermosa. El atardecer: un paraíso.   

 

Al segundo día de estar en Russell me imaginé pasando el verano en la isla, disfrutando de la playa y la naturaleza, viendo todas las noches cómo se alejaba el sol. Ingresé al principal buscador de empleo de Nueva Zelanda, Seek, a ver si de casualidad había algún laburo en la zona. 

 

Efectivamente, había uno, uno sólo, y que lo habían posteado ese mismo viernes por la mañana. El aviso era del camping Top 10 Holiday Park, buscaban un “all rounder” que viene a ser un “che-píbe” que hace un poco de todo. No dudé en mandar CV y carta de presentación, algo que los “kiwis” (como se le dice a los locales, por el pájaro tradicional del país, no la fruta), valoran incluso más que el CV. MI único pedido fue que si les interesaba mi postulación por favor me entrevistaran al día siguiente porque sino seguía viaje el día domingo. 

 

El sábado me encontraba tomando sol en la playa Waitata Bay cuando me llegó un mensaje de texto (es la vía más aceptada de comunicación entre empleadores y empleados en NZ) consultándome si podía acercarme al camping para una entrevista dentro de una hora. Contesté que sí, pero que mi vestimenta no era la más adecuada… “no te hagas problema, preferimos conocerte en tu peor versión” me respondió con un Emoji sonriente. 

 

Me vino al pelo porque la verdad es que tampoco tenía otra ropa, me iba a tener que ir a comprar un pantalón y una chomba, por lo menos. Tampoco iba a una entrevista para un puesto jerárquico, pero ir de malla, remera y ojotas me parecía demasiado. 

 

“Tenemos tres personas más para entrevistar el día lunes, por lo que, si no es problema, podés aguardarnos o te contactamos para avisarte y si estás de viaje podés volver para arrancar”. Era todo redondo, al día siguiente dejaría Russell, aunque en algún momento iba a tener que ir a Auckland a buscar mi mochila ya que esa misma mañana mi amiga Holly iba camino a la ciudad para dejársela a mi amiga. 

 

“Es increíble cómo se nota en tus ojos el amor que sentís por tu país cuando hablas de Argentina” me dijo Barry mientras hacíamos la previa del partido. La verdad es que nunca me había dado cuenta, pero si era cierto que le había hecho una recorrida por todo el territorio destacando lo hermoso que es El Chaltén, lo imponente que son las Cataratas del Iguazú, las montañas impactantes del norte y tantos otros lugares con los que cualquiera se maravillaría. 

 

Jugaban Los Pumas contra los All Blacks en Australia por el Tri Nations y nos sentamos a verlo con una cerveza y unas papas. Barry tenía 74 años, había nacido en Inglaterra pero de joven viajó a Nueva Zelanda y terminó quedándose, como tantos otros ingleses. Para ellos era muy fácil dado que NZ siempre mantuvo relaciones con Gran Bretaña, luego de su independencia. 

 

Barry me contó que gracias a ello se salvó de formar parte del ejército y que varios de sus compañeros que se quedaron en el país y tuvieron que hacer la colimba tuvieron que ir a pelear la guerra de Malvinas. Quizás ese hubiera su destino también, pero ahora, casi 40 años después, estaba alojando un argentino en su casa y vería como su equipo de rugby perdería por primera vez en la historia contra Los Pumas. 

 

“Felicitaciones, fueron justos ganadores. Eso sí, prepárense para la revancha porque seguro les ganamos 40 a 0”.  Casi, la revancha fue 38 a 0. De todas formas, no era algo que a mí me importara, jamás desarrollé sentido de pertenencia con el rugby en general y con Los Pumas en particular. 

 

Parte III

Saqué pasaje de Paihia a Whangarei en Intercity y el detalle del micro me alertaba lo siguiente: “No se permite el traslado de bicicletas en este tipo de coche”. Mi suerte estaba echada, a poner cara de desconcierto y a mendigar que el chofer se copara con llevarme de todas formas. El plan B: 70km de bicicleta.

 

“Vos podés subir, la bicicleta no”. El chofer fue tajante, se rehusaba a llevar mi compañera de viaje. Le expliqué que no sabía de dicha limitación cuando saqué el pasaje y que llamé a la empresa por la mañana para consultar si había alguna alternativa y que me indicaron que preguntara con el conductor a ver si podía hacer una excepción, quizás abonando una tarifa adicional. 

 

Sí, intenté coimear al chofer, bien argentino. Por suerte no fue necesario, el tipo se apiadó de mí y me permitió subirla. Eso sí, “hacete cargo” me dijo, y me abrió la puerta del costado para meterla junto al resto del equipaje. Hice lo que pude porque el lugar era realmente estrecho y quedó estacionada en un pasillo pequeño, pasando la puerta. Ni bien el micro arrancó escuché cómo mi bici cayó contra uno de los costados. 

 

Hice noche en el Top 10 Holiday Park de Whangarei y me desmayé temprano. Quería aprovechar la mañana siguiente para arrancar temprano y meterle unos 38km hasta una serie de playas al norte: Ngunguru, Tutukaka, Matapouri y Whale Bay. El paraíso sí existe. 

 

Acampé en la playa pese a los carteles de “prohibido acampar” que relucían en la bajada de Matapouri Bay. Lo cierto es que no había un alma y sobraban recovecos entre los médanos para armar la carpa y pasar desapercibido. Dormí mejor que nunca, reinaba la paz y el silencio. 

 

Pocos días atrás había recibido un mensaje en la plataforma HelpX de una pareja de retirados que me invitaban a compartir algunos días con ellos en su casa, siempre y cuando pudiera ayudarlos con la tala de unos pequeños árboles llamados Yuccas (Yucas). El trabajo demandaba varios días y no estaba en mi mente quedarme mucho tiempo en un mismo lugar, por lo que había contestado que de momento no sabía si iba a poder o no, pero que le avisaba.

 

HelpX es una plataforma de intercambio en la que confluyen anfitriones que requieren ayuda con algún tipo de trabajo y voluntarios que intercambian su ayuda a cambio de hospedaje y, en la mayoría de los casos, comida. Yo ya había hecho una experiencia de cinco semanas en Wellington y me había significado un lindo ahorro de dinero. A su vez, tenía pactada otra visita en Auckland, al final de mi viaje en bicicleta. 

 

Regresé a Whangarei luego de mi noche en la playa y fui directo al hostel Cell Block con la idea de pasar una noche y partir hacia Ocean Beach la mañana siguiente. Este hostal es realmente original porque está montado sobre la vieja cárcel de la ciudad y mantiene parte de la estructura, como las puertas enrejadas y los baños individuales. 

 

Pese a mi planificación, el clima amenazaba con jugarme una mala pasada y prometía estar nublado y con lluvias durante los siguientes cuatro o cinco días. Hice un rápido cambio de planes y contacté a Caroline y Geoff que tan amablemente se habían ofrecido a hospedarme para confirmar mi visita y si era posible, al día siguiente. Me dijeron que no había problema y que se alegraban de contar conmigo. 

 

Pasé cinco días increíbles con ellos y terminamos siendo amigos. La casa era una locura, en la cima de una pequeña colina cerca del centro y dentro de un bosque incluía hasta un arroyo. El laburo era tranquilo, principalmente sacando parte de la vegetación y cargándola hasta un contenedor. Además de tener hospedaje gratis me daban la comida así que estaba en la gloria. 

 

En la mañana de mi partida también asomaba la llovizna pero prometía mejorar para la tarde. Caroline se ofreció a llevarme con la camioneta hasta Waipu, un pueblo cercano al sur de Whangarei donde se encuentran las famosas Waipu Caves. Un lugar maravilloso y super tranquilo. Acepté la oferta porque quería evitar los 20k de ruta bajo la lluvia y por la temida Highway 1. 

Parte IV

No había nadie en el parque de las cuevas, hermoso para apreciarlas y disfrutar en paz un lugar realmente precioso. Una de las ventajas de todo lo malo que significó el Covid es que las puertas de Nueva Zelanda permanecieron cerradas desde Marzo 2020 y el turismo estaba prácticamente muerto. Por lo que recorrer atractivos de gran concentración terminaba siendo una experiencia completamente solitaria para la apreciación personal.

La otra ventaja de la Pandemia es que aquellos con visa de trabajo en el país, que tiene duración de un año, terminamos siendo beneficiados con extensiones para poder quedarnos más tiempo. De esta manera, y por el cierre de las fronteras, el gobierno permitía brindarles a ciertos sectores una cierta cantidad de mano de obra (que los locales no quieren hacer) y nosotros felices de poder quedarnos en un país libre de Covid y con trabajo de sobra por un tiempo más prolongado. 

Se acercaba el final de mi viaje, me quedaban dos noches en el camping municipal de Uretiti, frente al mar, y luego tomaría un bus hasta Auckland donde haría otra experiencia HelpX pero de 10 días. Era mi despedida de la Isla Norte ya que desde ahí tomaría un avión a la ciudad de Christchurch para vacacionar otros 10 días y luego comenzar a trabajar en la temporada de recolección de cerezas en Cromwell, pocos kilómetros al norte de Queenstown.

Cuando me subí a la bici luego de recorrer las cuevas de Waipu sentí algo extraño en el asiento. Removí la funda y me encontré con un regalo de mis nuevos amigos Helpers: me habían puesto 200 dólares debajo del asiento.

 

En esos diez días en Auckland hice algunas recorridas costeras con sabor a poco. Ya me había mentalizado que tenía que desprenderme de mi amiga Milazo y no quería atarme aún más a ella. Mi plan era publicarla en el MarketPlace de Facebook y en TradeMe (el mercadolibre de NZ) una semana antes de partir para venderla barata y recuperar algo de lo invertido. 

 

Pero claro, para venderla rápido tenía que ponerla en un precio bastante bajo, y la verdad es que no se lo merecía. Más allá de que soy defensor de lo inmaterial, y de hecho, prácticamente no tengo posesiones (vendí todo cuando dejé Argentina), había vivido tantas aventuras con mi bici que era difícil dejarla ir, especialmente por unos pocos mangos porque ella valía mucho más. Al menos para mí.

 

Desistí de la idea de venderla, más allá de que tuve una oferta a la pasada. Cambié de planes, no sería publicada y en cambio buscaría un lugar donde poder dejarla para volver a verla luego de mis dos meses por la Isla Sur. 

 

Mis nuevos Helpers, Wayne y Johnny, me permitieron guardarla en un lugarcito que tenían debajo de la casa. Con ellos también hice amistad, fueron diez días geniales y trabajé en un proyecto de periodismo político que incluía Podcasts, Sitio Web y Aplicación Móvil. Fue realmente increíble porque aprendí muchísimo y tuve tiempo libre para disfrutar la ciudad y sus atractivos, más allá de que a casi nadie le gusta Auckland. 

 

Me alejé poco a poco en un intento de adiós que solo será un hasta luego. Van pasando los días y la recuerdo con nostalgia. Las fotos no ayudan, pero sí el paso del tiempo ya que es un día menos para volver a verla. 

FIN

Crónica de una Pandemia anunciada

2 Ruedas en el Camino

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