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Gaby trabajaba de sol a sol empaquetando cerezas en una empresa que dominaba gran parte del mercado mundial. Ella era una de las casi 600 personas que conformaban el equipo temporal que arrasaría con los miles de árboles que decoraban cientos de hectáreas de campo en un pueblo despoblado, frío y entre enormes montañas. 

 

El río acompañaba la ruta principal de punta a punta del pueblo y conformaba una olla enorme a metros del denominado “centro comercial”, donde se había formado (natural o artificialmente, Gaby nunca llegó a saberlo), una playa de arena mezclada con piedras. Era el principal atractivo del lugar y el punto de encuentro de decenas de personas que buscaban algún pasatiempo luego de una extensa jornada de trabajo. 

 

Ella iba cada tanto, principalmente cuando hacía frío ya que seguramente estaría en soledad. Casi siempre se quedaba en su auto, un viejo coche tipo sedán con seis dígitos en el kilometraje y un colchón en la parte trasera para cuando quería tirarse a dormir en medio de uno de sus largos viajes. 

 

Arrancaba a las seis de la mañana y terminaba a las cinco de la tarde, de lunes a lunes, con un franco ocasional si se lo pedía a su jefe. Era un trabajo por cinco semanas en el cual no había tiempo que perder, la fruta estaba a punto y había que recolectarla, empacarla y despacharla lo más rápido posible o depositarla en las cámaras de frío para estirar el negocio a lo largo del año. 

 

Ella tenía el número #P78. La P, de Packer, la distinguía de los recolectores que tenían números, pero no letras. Hubiese sido complicado porque estos también hubiesen llevado la P, de Pickers. 

 

Su trabajo era el de empaquetar las cerezas que llegaban a la Packhouse luego de que los Pickers las extrajeran de los árboles y las depositaran en baldes de plástico con capacidad para unos 5kg. Estos tenían la responsabilidad de seleccionar correctamente la fruta, tomando sólo aquella de buena calidad, de tamaño aceptable y del color indicado por los supervisores. 

 

Estos cobraban comisión por balde recolectado, por lo que el objetivo principal era llenar la mayor cantidad en el menor tiempo posible. A veces, no era tan fácil acatar la exigencia de la empresa, sino que se priorizaba la cantidad por sobre todas las cosas.  

Gaby trabajaba para el equipo Naranja, uno de los ocho equipos de 60 personas que conformaban el ejército de Pickers. Ella tenía la tarea de tomar los baldes y filtrar las cerezas de buena calidad para su empaquetado y las malas para el desecho (que no podían superar el 10% del balde para que el Picker cobrara su deseada comisión). Gaby tenía un enemigo dentro de su equipo: el #234.

Parte II

El #234 no tenía nombre ni cara, era solo un número dentro de aquellos 500 Pickers que conformaban el 80% de la dotación total de la empresa para la temporada. El resto eran Supervisores, Tractoristas, Inspectores de Calidad y Packers. 

 

El #234 podía ser hombre o mujer, argentino o de otra nacionalidad, joven o viejo. No importaba, ella lo odiaba, cada dos baldes enviaba uno de una pobreza enorme y ella perdía mucho tiempo seleccionando la fruta, empaquetándola y redactando el reporte de mala calidad para penalizar el rendimiento del Picker. 


Claramente éste le había sacado la ficha al personal de Inspección de Calidad. Cuando veía que lo estaban controlando mandaba un balde impecable y, luego, al pasar el control, metía baldes con un nivel horrendo de calidad en prácticamente la mitad de la capacidad y completaba el resto con fruta linda para pasar desapercibido. Era la primera semana, aún no había cobrado el sueldo, el #234 desconocía que todos esos baldes estaban siendo reportados y que no vería un mango por ellos.

 

Al tercer día de trabajo Gaby no pudo más y se acercó a su supervisor para delatar al Picker. Su idea era que aquel mensaje fuese transmitido para que el #234 mejorara la selección de cerezas y todos fuesen felices en sus respectivos roles. Era claro, al llenar baldes con un 70% de mala calidad llegaba a récords de recolección, incluso duplicando en cantidad a varios de sus compañeros. 

 

El supervisor cobrara un bono semanal por cantidad de baldes recolectados por la totalidad del equipo Naranja y #234 era el principal aportador a su causa. Cuando llegó el reclamo de Gaby primero le pidió calma, luego que se fijara si efectivamente era tanto el porcentaje de fruta mala y finalmente le indicó que sea un poco más flexible para ver si se podía mejorar el número de rechazos. Difícilmente el mensaje llegaría al campo.

 

En el quinto día de trabajo, casi al cierre de la jornada, cuando ya estaba a punto de explotar (un poco enojada y un poco frustrada), recibió un nuevo balde del #234. Parecía que todos le caían a ella, lo cual la enfadaba aún más. Una vez más, lo fue vaciando de a poco y luego de un impecable trabajo en la parte superior, una paupérrima selección de mitad para abajo. 

 

¡No podía creerlo! ¡Hasta un pedazo de papel había en el balde! Agarró su celular y tomó una foto del papel entre las cerezas para mostrárselo a su jefe. Ahora sí, tenía una evidencia irrevocable, era tan grave esta falla que podía costarle el puesto a #234. 

Terminó de vaciar el balde y el papel quedó a un costado, pero se había dado vuelta y lograba verse algo escrito en él. Gaby no pudo contener su curiosidad y tomó el pedazo de hoja para echarle un vistazo. Para su sorpresa, era un mensaje dirigido a ella: “Perdón querido o querida Packer. Sé que te hago trabajar el doble, que muchas veces mis baldes tienen mucha fruta de mala calidad, pero estoy haciendo todo lo que está a mi alcance para sumar la mayor cantidad posible. Necesito el dinero para enviárselo a mi familia en Buenos Aires urgente, aunque no pueda revelarte, al menos aún, el motivo. Espero no me odies, no te conozco, pero te quiero”.  

Parte III 

 

Gaby se despertó preocupada. Eran las 04.32 y aún faltaba una hora para que sonara su alarma. No sabía por qué, pero se sentía rara, con un cosquilleo en el estómago y cierta ansiedad corriendo por su cuerpo. No logró darse vuelta y volver a dormirse, de hecho, lo pensó por un momento, pero ni siquiera llegó a intentarlo. Se levantó de su cama con capacidad para dos pero que siempre estaba al 50%. 

A veces lavarse la cara sirve, a veces es el paso previo a tener que verse en el espejo y recibir el golpe de una cara que solo trasmite preguntas. Podría haber seguido durmiendo una hora más, recuperando energías para el día que le esperaba, pero su mente le pedía despertar, era el momento de buscar respuestas. 

Pensó en que era mejor no hacerse preguntas. No quería problematizar su vida, su existencia, su pasado, su presente y su futuro. “Para eso suficiente con que voy al psicólogo”, pensó. Por dentro sabía que no era demasiado honesta en aquellas sesiones, que gastaba una hora y $1.200 por semana para justificar que algo estaba haciendo para salir de ese pozo en el que se encontraba. Aunque claro, no había escalado ni un centímetro. 

Sonó la alarma y ella seguía en el baño. El lavado de cara fue una ducha completa y el maquillaje, que se puso sin la menor gana, no lograba tapar las ojeras que acumulaban unas cuantas semanas de mal sueño. No solo su mente la despertaba antes de la cuenta, sino que no la dejaba dormirse temprano.

 

La jornada de trabajo fue rara, no le tocó un solo balde del 234. Pispeó a ver si sus compañeras habían recibido alguno, pero no logró encontrar nada. Consultó con una de ellas, pero no tuvo suerte, casi nadie miraba a qué número correspondía cada balde. A nadie le importaba demasiado. A ella tampoco, pero con el 234 todo era diferente.

 

Esperó al final del día para mirar la planilla que imprimía el supervisor sobre la totalidad de baldes que había recolectado cada Picker, que luego se publicaba en la cartelera del hall central. Por primera vez, el número 234 no figuraba en la planilla, no había trabajado en toda la jornada.

Esa tarde Gaby tuvo suerte: Hizo mucho frío y no había nadie en la playa. Se quedó dentro del auto frente al agua, tomando un café negro que había comprado en el único bar del pueblo y escuchó “Me verás volver” de Soda Stereo desde sus auriculares más allá de que podría haber puesto los parlantes. “Necesito que la música atraviese mi cerebro”, confesó poco tiempo atrás en una historia de Instagram que tuvo apenas 15 vistas entre sus 94 seguidores. 

 

Gaby necesitaba aislarse, era una persona que sufría por pequeñas cosas y hasta llegaban a quitarle el sueño. Una discusión tonta, una mala noticia en el diario de hoy, un animal muerto al costado de la ruta, eran suficiente para que su día se marchitara por completo y su noche se volviera un infierno dentro de su cabeza. El café, Soda y el mar ayudaban un poco a distraerse, estaba intentando encontrar la manera de manejar sus emociones y salir a flote ante situaciones adversas. 

 

Parte IV

 

_ Bueno, me imagino que estarás contenta, no vas a recibir más baldes del 234, yo mismo me encargué de notificarle el despido vía mensaje de texto. 

 

La cara de Gaby cambió por completo, no podía creer lo que estaba escuchando y el sentimiento de culpa se apoderó de su cuerpo. Más allá de que de alguna manera el despido estaba justificado, la nota que había recibido dos días atrás la habían llevado a la reflexión, al entendimiento y hasta a las ganas de ayudar con la causa. 

 

_ ¿Qué pasa con esa cara? Vos misma me pediste que rajara al 234, a mí me sumaba de lo lindo en la cantidad de kilos diarios, pero tenías razón, su performance era un desastre. 

 

Gaby seguía callada, no tenía palabras, solo quería ir a buscar al 234 y pedirle perdón, aunque no sabía si tendría suficiente cara para poder hacerlo. Afuera comenzó a llover y los supervisores dieron el aviso: “Hoy cortamos temprano porque los Pickers ya terminaron su jornada, nos quedan dos o tres horas y nos vamos a casa”. 

 

Consultó con su supervisor cuál era el nombre del 234, pero no obtuvo respuesta. Para los líderes de la empaquetadora los recolectores eran sólo números, baldes de fruta que llegaban de a cientos todos los días. No les importaba en absoluto, eran trabajadores temporales que pasaban año tras año sin dejar huella alguna. 

 

Gaby aprovechó su descanso para acercarse a la oficina de Recursos Humanos e indagar sobre aquella persona que a esta altura le quitaba el sueño. La encargada no estuvo muy a gusto con la consulta, por lo que le dijo que no era correcto brindar información privada sobre otros trabajadores y que lo mejor era siempre evitar contacto entre los Pickers y los Packers para que no exista ningún tipo de “arreglo” entre los diferentes sectores. Otra vez, llegaba a un callejón sin salida. 

 

Finalmente fue un día corto y al salir le quedaba toda la tarde libre. Podría haber aprovechado para irse a la playa, la lluvia ya había cedido, pero no tenía muchas ganas, quería averiguar quién era el, o la, 234 sin falta. Fue directamente a buscar al supervisor de Pickers del equipo Naranja, sin dudas éste sabría de quién se trataba. Logró dar con él y no tardó en preguntarle por el 234, nada de charla previa, Gaby fue al hueso. 

 

El supervisor se notaba sorprendido, no entendía por qué alguien preguntaba por un Picker que había sido despedido dos días atrás y por mala performance, pero no temió en responderle: “El 234 nunca existió, solo lo usamos para poner a prueba a los Packers y a los supervisores de la Packhouse. Felicitaciones por el buen trabajo, hicieron lo correcto”.

FIN

Crónica de una Pandemia anunciada

#234

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