El Amor en Tiempos de Dujovne
Aprendiendo a Reir I
No recuerdo el día, pero hacía mucho frío y el viento soplaba fuerte afuera de mi pequeña pieza en una pensión universitaria de la ciudad de La Plata. De seguro era el año 2006 porque hacía poco que mi amigo Lucas había abandonado la odisea de vivir en la ciudad de las diagonales para retornar a su querido Mar de Ajó, dejando de manera definitiva la carrera de abogacía.
Tenía 19 años aquella noche en que el dolor de muela no me dejaba dormir y mucho menos la necesidad de sentir cómo se movía cuando le pasaba la lengua. En parte quería que no se cayera, en parte quería arrancarla. Lo que no sabía era si el dolor pasaría una vez que saliera.
Encontré una pastilla Amoxidal Dúo tirada en el piso, vaya saber en qué momento llegó a parar ahí al costado de mi caja de cartón que simulaba una mesita de luz. La tomé en parte para ver si frenaba el dolor en mi boca y en parte para frenar mi tos. La humedad de las paredes de la pensión llegaban a mis pulmones de tal manera que no podría resistir mucho tiempo más ese invierno que parecía nunca acabar.
La pensión no era mucho mejor que la casa de familia peruana que rentaba una habitación que compartía con Gerardo, un estudiante de arquitectura que conocía en una juntada y que accedió a tomar posesión de la mitad de los 3 metros cuadrados que componían mi dulce hogar.
La pastilla no hizo mucho efecto y el viejo reloj despertador con esos números rojos más fuerte que luz en puerta de bulín de la zona de terminal de ómnibus platense no paraban de avanzar. Ya eran casi las cuatro de la mañana y hacía dos horas había apagado Radio Mitre para intentar dormir. El programa de Mex Urtizberea, Lo Que El Aire Se Llevó, era mi compañero nocturno durante los días de semana. ¡Extraño al Inspector Garrido!
Basta, está saliendo el sol, algo tengo que hacer, la muela está más suelta que manada de toros corriendo por Pamplona. Tomé mi faca que apenas cabía en mi boca pero cumpliría su función. La enganché cual experto y tiré hacia abajo para removerla, con raíces incluidas. No hubo mucha sangre, no hice espamento, el dolor finalmente se fue.
Mis dientes siempre fueron mi estigma de pobre. Mi dentadura siempre estuvo para recordarme que debo ocultar mi sonrisa, que no puede reírme a carcajadas, que parte de mi pasado estuvo marcado por la falta de control en este aspecto de la salud y que nunca en mis primeros 15 años de vida pisé un consultorio odontológico ni me lavé correctamente los dientes.
Aprendiendo a Reir II
El dentista que me revisó los dientes por primera vez era un viejito amigo de la familia de mi vieja. No sé si nos cobró o no, igual en ese momento sí teníamos algo de guita, hacía poco y nada habíamos regresado de Estados Unidos luego de 4 años de rebusque en donde claramente no tuve obra social y donde aún no existía el Obamacare.
Me revisó la boca con menos detalle que cobertura de Laura Alonso sobre causas contra Mauricio Macri. Salí intacto del consultorio, creo que hasta me llevé un chupetín de regalo. El sarro de mi dentadura festejaba su invicto, después de todo el amarillo símil franja horizontal en camiseta Xeneixe no se notaba tanto al ocultar mi risa.
Así fue que cuatro después, en mi segundo año universitario, en una horrenda pensión de la ciudad de La Plata, extraje por mi propia cuenta mi primera muela, partida y rancia, que me generaba molestia, dolor y feo aliento.
Todo empezó a mejorar luego de haberme arrancado esa muela ubicada en la parte superior derecha de mi boca. Claro, todo mejoró sin tomar conciencia de que tenía una muela menos y que estas no sobran. Era pan para hoy y hambre para mañana. Pero seguí adelante, mi camino como universitario y mis pequeños pasos en el mundo laboral.
Fue en la temporada de verano del año 2004 que tuve mi primer trabajo full time, comenzando el mismo en diciembre del 2003, previo a la navidad, con 16 años, y finalizando el mismo en marzo, ya con 17, en la despedida del verano que para los habitantes de los pueblos costeros no es una joda bárbara como piensan los turistas que visitan la playa y los boliches de la zona.
El plan de emigrar cobró fuerzas en mi último año escolar, el 2004, y fue por eso que agarré una changa para cubrir al dueño de un puesto de diarios de la peatonal marajense algunas mañanas de la semana y del domingo (iba al colegio de tarde) y ganarme unos pequeños mangos más. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer: trabajaba 3 horas, de 10 a 13, y cobraba $5 por jornada. Eso sí, en mi primer año universitario, aquella habitación en la vivienda de mi querida segunda familia del cusco, el costo mensual era $100 (que dividía con Gerardo a la mitad). De modo que esos $15 semanales se convertían en $60 mensuales y me permitían costearme un mes de alquiler para poder estudiar en la Capital Bonaerense.
El dinero del verano 2004 lo ahorré al igual que aquel del 2005 que constó sólo de unos días de diciembre y todo el mes de enero. El curso de ingreso a la UNLP arrancaba el 5 de Febrero, 3 días después de mi cumpleaños número 18. Hacia La Plata viajamos Gonza, mi supervisor en el reparto de Arcor, mi empleo por aquel entonces, en la chata Mercedes Benz que se caía a pedazos pero cumplía con honores.
Él también iba a estudiar, pero en la Universidad de Quilmes. Su plan fue un fracaso total, al cabo de 45 días abandonaba la ciudad para dejarme en soledad y en búsqueda de un aliado que tuvo como encuentro al ahora arquitecto Gerardo. Aquellos ahorros, que existieron gracias a que desistí del viaje de egresados a Bariloche, fueron mi pilar para mantenerme en mi primer año universitario, además de los $50 mensuales que me permitían extraer mis viejos del Cajero Link de la sucursal del Banco Provincia de calle 5 y 42.
Mi abuelo también me ayudaba con algunos mangos y, nobleza obliga ya que hace años me despedí de ella pese a que aún sigue viva, mi abuela también colaboraba con algunas cajas de puré de tomate o galletitas que guardaba en un viejo frasco de plástico con tapa a rosca. Wow, por qué me acuerdo de esas pelotudeces y seguro me olvidé de tantas cosas más valiosas...
Luego de varios años de seguir volviendo en el verano a la costa para hacer la temporada de explotación y marginalidad, en diciembre del 2007 decidí quedarme y pegué mi primer laburo de telemarketer para una tercerizadora de Movistar. Fueron 3 meses de resistencia sin lograr grandes resultados hasta que finalmente decidí dejar la empresa y dejar de mentirle a la gente con discursos de prosperidad. Una especie de Dujovne dejando el Ministerio de Economía luego de las PASO de Agosto 2019.
En abril del 2008 conseguí un nuevo empleo pero en Capital Federal. Por suerte era part-time, por lo que llegaba a tiempo a cursar en la facu. Lo recuerdo muy bien también, me levantaba a las siete y monedas para tomar el bondi antes de las ocho y cumplir mi horario de 10 a 15 de lunes a viernes. Volvía en tren para que mi recibo de sueldo no sufriese tanto y cursaba desde las 18 hasta las 22 en el Bosque Platense.
Mis dientes no dejaron de empeorar, ¿por qué no lo harían? aún nadie me había enseñado a cepillarme correctamente pese a que me los lavaba 3 veces por día y por mis tiempos acotados seguía postergando al dentista de OSECAC que tampoco me inspiraba mucha confianza.
En el verano del 2009 di el salto en materia de obra social y en Globant obtuve la mejor cobertura del país: OSDE. Ahora sí, estaba en la gloria y no podía seguir postergándolo, tenía que ir a la temida dentista. Mis 22 años, mis dolores de muelas y mi querido sarro entre dientes y encías me daban pánico no solo por el temor a sufrir dolor con ese maldito taladro dental, sino por la vergüenza que me tocaría vivir al presentar un estado bucal completamente deplorable. Eso sí, lo escondía como un profesional durante el día.
Aprendiendo a Reir III
Comprendí que la salud en general y la salud bucal en particular, son meramente aspectos de educación que uno debe recibir desde pequeño. Sin caer en remordimientos hacia mis queridos padres, la realidad es que nunca tuve demasiado atención en este aspecto y aquella típica resistencia de niño fue suficiente para salvarme del dentista o de lavarme los dientes tantas noches en que prefería dormirme viendo Videomatch desde mi cucheta de arriba.
Mi viejo se quedó sin laburo en plena crisis menemista y las inversiones en remises y el querido paddle La Huerta que supo brillar en el barrio de Claypole no tuvieron el éxito esperado y la pobreza en mi humilde casa del conurbano crecía al igual que ocurría en gran parte de mi querida Argentina me vio partir por tierra a través de la cordillera y hasta la bella Colombia caribeña.
La venta de mis juguetes aportaron para los pasajes del Ormeño y no hubiesen alcanzado para las sesiones de dentista que hubiese necesitado. Había otras prioridades, no se puede querer comer todos los días y tener una buena dentadura al mismo tiempo. Eran tiempos de hambre y de lucha. A ver, que alguien me muestre una foto de los dientes de San Martín ¡carajo!
Ese año que vivimos en Colombia fue igual de malo o peor que los anterior en Argentina. No lo recuerdo muy bien en cuanto a números financieros, pero sí la memoria me aporta que vivíamos los cuatro (mis viejos, mi hermano y yo) en una misma habitación, en un rincón de una casita de Barranquilla que compartía terreno con un reservorio de animales para experimentos en laboratorios. Así es, había miles y miles de ratoncitos blancos con ojos rojos. Si habré fajado gatos para quitárselos de la boca. ¿Será que ahí comenzó mi amor por los bichos que con los años me llevaron a ser vegetariano?
Fue un año duro pero hermoso a la vez. Más duro habrá para mi hermano que lo picó un mosquito en el culo y tuvieron que operarlo de urgencia. Un bicho raro, tropical, que le contagió una especie de dengue y lo dejó, literalmente, culo para arriba durante 15 días. Yo mientras tanto, con mis tan solo 10 años, noviaba con una colombiana preciosa que luego, hace poco, ya con más de 30, pude encontrar mediante su madre en Linkedin. Podría haber sido una verdadera historia de amor, esas de película, más aún siendo que ella ahora vive en Santiago de Chile. Pero bueno, no lo fue, tiene un novio parecido a Chayanne así que quedé descartado.
De la miseria de Claypole, Buenos Aires, Argentina, pasamos a la miseria de Barranquilla, Atlántico, Colombia, para luego marchar en busca de nuevos rumbos. Bill Clinton no era tan malo, ni siquiera nos pedían VISA para entrar al país. Houston, Texas, Estados Unidos, fue testigo de nuestra pobreza y nuestras cuatro mochilas que arrastrábamos desde Ezeiza cuando tomamos el Ormeño hacia el norte de Sudamérica.
Fueron cuatro años de mucho laburo para mis viejos, fueron cuatro años de mucho estudio para mí y para mi hermano. Fueron cuatro años sin pisar un hospital, sin obra social y sin dentista.
Aprendiendo a Reir IV
La dentista de OSDE me felicitó por la extracción que me hice con la faca que me había regalado un viejo amigo, puestero en la feria platense de Plaza Italia. Terminó de sacarme una raíz que me había quedado y luego comenzó la parte más dura del tratamiento: un conducto que hizo doler los 22 años que había omitido de visitas al dentista. Dolor y papelón de llantos y pedidos de que frene culminaron con una obra preciosa en mi muela inferior izquierda para salvarme uno de los dientes que tenía los días contados.
Quedé en volver para un tratamiento de limpieza pero entre una cosa y otra lo terminé dejando de lado. Mi renuncia a Globant marcó el cierre de mi contrato con OSDE y así volví a quedarme sin obra social. Recuerdo que al año siguiente visité a una dentista amiga de la señora que atendía un kiosco a la vuelta de la pensión, pero no recuerdo para qué. Era en el Hospital Rossi. Creo que era para pedirle un certificado y faltar al laburo.
Con el tiempo fui madurando y dándome cuenta de que en algún momento tenía que volver al dentista, algo estaba mal. Pero la verdad era que jamás tenía dolores o algo parecido, y 25 años de taparme la boca para reirme ya eran una costumbre, no corría por volver a pasar vergüenza de tener que mostrar mis dientes ante una dentista.
Quizás tardé en madurar en este aspecto, quizás siempre pensé que ya estaba condenado a tener esos dientes feos, que era parte de mi pasado que me había marcado y que debía seguir vigente eternamente para recordarme de dónde venía o de donde yo sentía que venía. La realidad era que en el Taponazo de Claypole donde jugaba al basquet o en la Escuela 70 del Barrio Don Orione, nadie se fijaba si tenía linda dentadura o no.
Recién en el año 2016 volví a pisar un consultorio. Me dolía una muela y fui para que me la arreglen. Mientras tanto, aquel conducto del 2009 se agarraba como podía de mi dentadura cual funcionario de Cambiemos en el barco del gobierno en plena marea de "reperfilamiento de deuda" y récord histórico de Riesgo País.
La dentista me atajó y me dijo, "yo así no te puedo arreglar nada, primero tengo que hacer una limpieza y luego recién lo vemos". Me hice placas en una clínica cercana y luego volví al consultorio. Me agarró una viejita, especialista, y me metió un gancho de metal en la boca durante más de una hora. Escupía pedazos de sarro y sangre cada veinte segundos. Desde el descenso de Independiente que no sufría tanto.
Caminé las 2 cuadras hasta mi casa con una sensación extraña en la boca, como si fuese más grande. Caminé pensando "para qué carajo volví al dentista si fui porque me dolía una muela y volví con dolor hasta en el orto". Pero todo dio sus frutos cuando llegué a casa, subí al departamento, saludé a mi querida y extrañada Angie y me metí en el baño para enfrentar al espejo.
¡Tenía dientes! ¡Eran blancos! no lo podía creer. A ver, no era la dentadura de Tom Cruise (puesto 2 en las mejores dentaduras de Hollywood), pero para mí era un cambio enorme, veía blancura. Fue tal la alegría que ni siquiera volví a ir para revisarme esa maldita muela que ponía a trastabillar el viejo conducto.
Nuevo cambio de laburo, adiós Medifé, hola Swiss Medical. Y sí, fue comienzo un sandwich de provoleta en la costanera, antes de entrar a pasear por la Reserva Ecológica, que permití mi querida muela. El 2019 parecía haber arrancado de la peor manera.
Ahora sigo yendo al dentista. Por suerte cuando esperaba para entrar a mi primera intervención en manos de Cecilia me saludó el paciente anterior, un tal Nicolás, que me preguntó si ya me había atendido con ella. Le respondí que no y me dijo "tenés suerte, esa piba es una fenomena".
Lo comprobé. Ahora me falta aprender a reir.