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Otra Historia del Destino

TEMPORADA 2
El Precio de la Libertad

Los 4 amigos finalmente deciden partir y dejar el pueblo atrás. El riesgo era grande, no había seguridades ni grandes presupuestos, debían ganarse la vida y pelearla día a día. Aventuras que se convertirían en anécdotas, buenos y malos momentos en los que siempre, o casi siempre, estarían los unos para los otros.

Episodio VIII: Armando las Valijas

Apagamos el equipo de música, Arjona no nos dejaba pensar con claridad cómo sería la huida. Los conflictos de los últimos años nos habían llevado a decidir que ya no podíamos seguir viviendo en la costa y La Plata había surgido como nuestra mejor opción para refugiarnos.

Pappo sabía que no sería fácil marchar, pero ya no había vuelta atrás, el Tincho había viajado a la ciudad de las diagonales para anotarnos a los cuatro en diferentes carreras.

 

Si bien lo de estudiar en la Universidad era una excusa para enfrentar a nuestros viejos el día de la partida, Pappo se anotó en Educación Física, El Pega en Abogacía, el Tincho en el Profesorado de Geografía y yo en Comunicación Social. Así es, ninguno eligió una carrera jodida podría decirse…

 

Las horas pasaban y el reloj parecía estar acelerado, cada vez faltaba menos para buscar la ruta y esa tarde fue diferente. No podíamos concentrarnos en el truco, de hecho, con Pappo ganamos una falta envido porque el Tincho cantó mal, gritando 31 en lugar de 32.

 

Era nuestro último día en La Costa y debíamos aprovecharlo, no sabíamos cuándo volveríamos a nuestro viejo hogar. Caminamos hasta la Avenida Libertador y por ella las seis cuadras que nos separaban del mar.

 

Nos sentamos en un médano y procuramos no desviar la mirada de las olas y del horizonte que parecía más cercano que de costumbre. Charlamos sobre los viejos tiempos que vivimos, los buenos y los malos momentos. Fue en ese instante en que pasó un surfista y le gritó “bagallero cometrapos” a El Pega.

 

Pero nuestro amigo no dejaba que las malas lenguas lo molestaran, “a mí no me importa, yo voy a seguir siempre mi corazón”. De todas formas, ese grito nos había indicado algo: era el momento de partir. La despedida sería difícil.

Cada uno enfrentó a quién debía: Mamá, papá, hermana, hermano… Ninguno de nosotros se salvó de poner la cara y ubicarse en el altar de los golpeados para afrontar todas las críticas y todos los sermones de parte de nuestras familias.

 

Pero no fue así, no del todo. En la mayoría de los casos la noticia fue bien recibida y no se presentó ningún tipo de resistencia. ¿Querían que nos fuésemos a estudiar o querían deshacerse de nosotros? Nunca lo supimos, pero nos dieron su apoyo.

 

Nuestra partida era inminente pero no teníamos dinero. Nuestro punto de llegada se encontraba a 300 kilómetros de distancia y no sabíamos cómo llegaríamos, pero hacia allá íbamos.

 

El verano había sido más corto para nosotros, sólo habíamos contado con enero ya que los cursos de ingreso en nuestras facultades comenzaban a principios de febrero.

 

Trabajamos en los mismos lugares que el verano anterior: Pappo vendía productos de Arcor, El Pega trabajaba en la verdulería del viejo, el Tincho pescaba en el muelle y luego los vendía en El Silvio, y yo era repartidor en la misma empresa que Pappo.

Lo cierto era que teníamos unos $600 cada uno. Poco más, poco menos, ese era nuestro presupuesto para tirar hasta conseguir algún trabajo en La Plata. Si bien nuestras familias parecían estar de acuerdo con nuestro viaje, no ligamos ni un mango. El 2005 se presentaba complicado.

Con el pasaje rondando los $50 no tuvimos otra opción que recurrir a la solidaridad de los ruteros. Ese día en que pateamos hasta la Ruta 11 era el día de mi cumpleaños, dos de febrero. Para mi pesar, nadie lo había recordado.

 

Nunca fui de darle pelota a los cumpleaños, ni a las navidades, ni a reyes ni a pascuas. Pero es muy diferente cuando nadie se acuerda de aquellas fechas, cuando ese día que sólo pasa una vez por año pasa como si nada.

 

Pusimos como punto de encuentro el Hospital de Mar de ajó que se ubica a tan sólo unas cuadras de la ruta. Hacer dedo la opción más viable ante la situación económica que atravesábamos.

 

Faltaba más de una hora para encontrarnos, pero decidí salir igual porque ya no tenía mucho para hacer, o decir. Cuando llegué los chicos ya estaban ahí. Todos habían llegado entre dos y tres horas antes de lo previsto. Las despedidas habían sido rápidas y ninguno de nosotros tenía otro lugar a dónde ir. Definitivamente, y nunca había estado tan seguro de algo en mi vida, era el momento de partir.

 

Nos sentamos en el piso, espalda contra la pared del hospital y piernas estiradas sobre la vereda. La imagen no podía ser más triste, faltaba que un vagabundo nos tirara unas monedas.

 

Fue en ese momento, bajo un profundo silencio, que nos miramos a las caras y cada uno sintió el apoyo del otro sobre sí para que la fuerza de los cuatros tirara hacia un mismo lado, luchando contra el miedo y la incertidumbre, que por momentos le ganaban a la esperanza y a la autoestima.

 

Sin decir ni una sola palabra nos pusimos de píe dispuestos a comenzar nuestra odisea. Mi mano sobre el hombro de Pappo fue el puntapié para que él liderara la caminata hacia la Ruta 11 que esperaba tranquila, cautelosa, sabiendo que un grupo de jóvenes estaba dispuesto a enfrentarla.

Episodio IX: El Viaje

_ Muchachos, hace 3 horas que estamos acá y no nos frenó nadie, me parece que nos conviene separarnos, somos cuatro, no nos va a levantar ni Dios en helicóptero.

Pero ni bien Pappo terminó la frase frenó una camioneta tipo Trafic dispuesta a llevarnos.

_ Mirá boludo, ¡frenó una!

Al principio pensamos que sería como uno de los otros siete autos que frenaron y salieron arando cuando llegamos a la puerta, pero éste no era el mismo caso.

_ Suban chicos, vamos para Dolores, ¿les sirve?

 

Nos acortaba un trecho largo y decidimos subirnos. Se trataba de una familia tipo: papá, mamá, hija e hijo. Los niños tenían 6 y 11 años respectivamente. Era todo un poco raro: por algún motivo u otro, nadie hablaba, ni con nosotros ni entre sí. Era una familia muy callada o algo había ocurrido.  

 

_ ¿Qué lindo día no?

 

El silencio fue mi única respuesta, por lo que el Tincho me miró indicándome que mejor ni les hablara, haciendo el típico gesto con el dedo cerca de la sien de que estaban un poco locos.

 

_ ¿Bastante nueva la camioneta, no jefe?

 

El Pega logró romper la boca sellada del conductor, pero no fue la mejor pregunta que le pudo haber ocurrido.

 

_ Es modelo 91…

 

Era una situación realmente incómoda, no nos animábamos a charlar entre nosotros “como si nada” mientras la familia transitaba la ruta como si tuviesen acaban de asistir al velatorio de un ser querido.

 

Inevitablemente nosotros también nos guardamos en silencio.

Minutos después El Pega vio un cartel que indicaba “La Plata: 299”, y no pudo seguir callado.

 

_ Gente ¿qué pasa? Vamos a divertirnos un poco. Cantemos una canción que sepamos todos, vamos.

 

Los chicos comenzaban a entusiasmarse, pero la madre nos dijo que no, que mejor prendía la radio, que conocían una FM de Lavalle que era muy buena.

 

El intento para descontracturar el trayecto falló, pero por lo menos escucharíamos la radio. Los primeros cuatro temas que tuvimos que soportar fueron de Miranda, Árbol, Los Tipitos y Coti. Nuestra tragedia parecía tener un vuelco positivo cuando comenzó a sonar “Esa estrella era mi lujo” de Los Redondos. Fue en ese preciso momento en que el conductor decidió apagar la radio, acotando “esto es una gansada”, y dejándonos una vez más en silencio.

 

El cartelito verde de la ruta seguía indicando triple dígito: “La Plata, 268 km”. La Trafic no tenía ventanas en la parte trasera y el calor comenzaba a convertirse en nuestro segundo enemigo, luego del silencio.

 

Comenzamos a charlar por lo bajo, pero una vez más el chofer volvió a prender la radio, como indicándonos que no quería escuchar ni una sola palabra de las que decíamos. Nos fuimos al fondo de la combi y el Tincho sacó una petaca de whisky para achicar la ruta.

 

Pasaron muchas cosas por mi cabeza en ese momento. ¿A dónde carajo estaba yendo? ¿Qué iba a hacer con mi vida? ¿Cómo saldría adelante? En cuestión de segundos encontré todas las respuestas. Miré a mí alrededor y pude ver a mis amigos firmes junto a mí.

 

Tenía tres grandes personas a mi lado. Éramos como cuatro soldados a puntos de saltar de un avión en movimiento para caer en Normandía.

 

Estábamos en camino hacia un lugar desconocido, pero hacia allá íbamos y éramos felices. No queríamos nada más, sólo partir.  Por momentos hablábamos de “la huida”, de “escapar”. Todo tenía sentido, debíamos librarnos de las cadenas que alguna vez nos encerraron en un pueblo que no estaba hecho para nosotros.

 

Éramos tigres enjaulados y estábamos cortando los primeros alambres para volver a ser libres.

 

Nos tiraron en el puente, cerca de la Terminal de Dolores. Era una buena ubicación, pero lo cierto era que no podíamos costear los $62 de los cuatro pasajes, teníamos la guita justa para pegar un alquiler y tirar a razón de arroz y fideos hasta conseguir un laburito.

 

Así que decidimos patear los cuatro kilómetros que separan a la terminal de buses con la estación ferroviaria e intentar colarnos en el tren que salía a las 16hs, según nos indicó un señor que descansaba en el andén con un Uvita entre sus brazos.

 

_ Chicos, tómense el tren que siempre está lleno de minas, yo vivo de levante entre estación y estación, van a ver lo que les digo.

 

En un principio nos pareció un bolazo, el viejo no se podía ni levantar. Hasta que vimos llegar al tren entrando lentamente en la estación, con 3 contingentes de egresados esparcidos por los 5 vagones del ferrocarril.

 

El primero era de una escuela de monjas de Rafael Calzada; el segundo era un grupo de noveno de un colegio de Plátanos; y el tercero era una división de un colegio de mujeres de Los Hornos. Era nuestra oportunidad.

 

La alegría de Pappo era incontrolable y sin querer (o eso suponemos), al adentrarse en el estribo para ingresar al vagón se balanceó sobre un hombre mayor y le propició una apoyada que en otro contexto le podría haber implicado una causa penal. El viejo que subía delante de él se dio vuelta bruscamente, listo para engramparlo, pero al verlo no se animó a decir mucho. Digamos que el morocho tenía cierta pinta…

 

Nos sentamos en el vagón del medio para tener dos opciones en caso de que el guarda se presentara y exigiera los boletos del servicio.

 

En un principio estaba todo tranquilo, pero la noche comenzó a caer sobre las vías y las chicas del colegio de Los Hornos comenzaban a mirarnos con cierto cariño. El calor, ante la ausencia del aire acondicionado, se hacía cada vez más pesado y estábamos todos derrochando transpiración por nuestra ropa.

 

El Tincho estaba incómodo y nos lo hacía saber, tenía calor y no aguantaba más. El olor a chivo se extendía por el vagón y las chicas comenzaban a toser, buscando al responsable por el fuerte olor rancio que había en toda la unidad. Las miradas se volcaban inevitablemente sobre nosotros.

 

_ Tincho, tranquilo, no te vayas a sacar la remera.

 

Pappo no podía hacer la vista gorda, el Tincho estaba a punto de cavar nuestra propia tumba.

 

_ Dale, no seas boludo, si te sacas la remera van a llamar al guarda, así mismo ya hay un olor inaguantable, imaginate si te quedas en cuero, pensalo bien.

Apoyé la moción de Pappo aconsejando de la mejor manera a nuestro amigo que se encontraba al borde del colapso y exponiéndonos al borde de la expulsión del tren a la ciudad.

 

_ Chicos, no aguanto más, me muero. Necesito sacarme la remera.

 

Cuando veníamos en levantada con las chicas, charlando con un grupito cerca de la puerta y sacando algunos e-mails, el Tincho estaba con este ataque de calor que nos ponía en jaque en una partida realmente complicada.

 

Faltaba muy poco para llegar a Chascomús, no podíamos llamar la atención justo en ese momento, si pasábamos Chasco ya zafábamos y la siguiente estación sería Constitución, destino final.

 

_ Ya fue, no aguanto más.

 

El Tincho se quitó la remera y el olor añejo de su transpiración se hizo carne en cada uno de los pasajeros. La gran mayoría tocía, y refunfuñaba, pero lo grave fue que había una chica asmática en el mismo vagón que nosotros y tuvo un ataque que ni el “puff” le brindaba el aire que necesitaba.

 

“¡Rápido, llamen a la enfermera!”. Los gritos se extendieron por todo el tren buscando ayuda para Candela, una chica del grupo de Los Hornos que tenía problemas respiratorios y no lograba superar la falta de aire mezclada con la sofocación del chivo de nuestro amigo.

 

Ante la inminente llegada al pueblo del ex presidente Alfonsín, la gente logró contactar a los servicios de emergencia de dicha localidad y se pudo montar un operativo de emergencia para asistir a la joven y a otras dos personas en problemas similares.

 

Fue en ese momento en que se acercaron dos guardas al sector donde viajábamos y la decisión de que descendiéramos del ferrocarril fue determinante. Ni siquiera alcanzamos a pedir disculpas.

 

_ ¡Tincho, te dijimos loco! No puede ser. ¿Vos sos boludo?

 

Pero de nada servía pelearnos entre nosotros. Habíamos completado el 70% del viaje, nos restaban 100km para llegar a La Plata y no podíamos perder tiempo. La noche caía sobre nosotros y la madrugada nos presentaría la imposibilidad de conseguir un alquiler para pasar la noche.

 

Contamos el dinero que habíamos destinado para el viaje y tras la suma nos dimos cuenta de que nos alcanzaba para pagarnos cuatro pasajes de micro hasta la ciudad de las diagonales.

 

Caminamos hasta la terminal de Chascomús y observamos que el primer bondi que nos dejaba en La Plata partía a las 3am. Miramos nuestros relojes y recién eran las 21:30hs, así que decidimos buscar algún entretenimiento para matar el tiempo.

 

El Pega nos hizo un gesto para que presentarnos un lugar que teníamos a metros de distancia. Luego de mirarnos en silencio unos cuatro segundos decidimos arrancar hacia “Gats”, donde según nos dijo la señora que nos vendió el pasaje, cuya edad oscilaba los 50 años, “es lo mejor de la región, yo en un rato voy para allá”. El guiño fue para Pappo…

 

Sinceramente no casamos muy bien la onda del lugar por cómo nos lo contaba la mujer de la terminal, pero tomamos positivamente su consejo y caminamos hasta “Gats” para ver qué onda.

 

Podíamos entrar Pappo, El Pega y yo nada más, el Tincho tuvo que esperarnos afuera porque no cumplía con la vestimenta necesaria. Así que le dejamos todos los bolsos y entramos a ver cómo era la movida.

 

_ Vayan, vayan, total yo prefiero un poco de aire fresco.

 

Entendimos su situación y decidimos hacerle un favor dándole espacio y tranquilidad. De modo que ingresamos a “Gats” como tres buenos mosqueteros.

 

No tardamos mucho en darnos cuenta a qué tipo de bar habíamos entrado. El caño en el centro del escenario era suficiente y las chicas nos miraban como si fuésemos todos Brad Pit o Leonardo di Caprio, pero no nos parecíamos a ellos ni en los cortes de pelo.

 

Luego de un largo rato ahí dentro se nos acercó Jennifer, pero no pudimos llevar adelante ningún tipo de conversación, el de la barra le pegó un grito: “No te gastes con esos pendejos, no tienen un mango”.

 

No nos gustó nada la manera en que nos calificó,

 

_ ¿El gordo ese de la barra nos acaba de tildar de “pendejos” a nosotros?

_ Si, cualquiera. No solo nos trató de pendejos, sino de pobres.

_ Bueno, digamos que hay cierta verdad en ambas acusaciones, pero no dejamos de ser clientes, debería ponerse un poco las pilas.

 

Para mostrar nuestro poderío económico, que no era tal, pedimos una cerveza (un porrón) que compartimos entre los cuatro.

 

Al cabo de una hora aproximadamente, cuando ya casi no quedaba gente, vino a presentarse Ximena. El Pega se derritió de amor, sus ojos lo decían todo.

 

Intentamos retenerlo: no era amor, era tentación. Pappo intentó persuadirlo de que no caiga en la prostitución y también le recordamos que teníamos un presupuesto acotado. No hubo caso, cayó en la lujuria que Ximena le había anticipado.

 

La noche parecía interminable, no veía la hora de llegar a La Plata, buscar un lugar para vivir, un laburito y empezar la facultad. El viaje se hacía interminable y evidentemente habíamos arrancado con el pie izquierdo. La familia de la combi nos trató para la mierda, nos bajaron del tren a mitad del viaje y encima teníamos que esperar a que el Pega cumpliera con su cometido.

 

Al cabo de casi cuatro minutos El Pega salió de la habitación.

 

_ Maravilloso, maravilloso. Ahora sí muchachos, vamos yendo.

 

Mientras El Pega caminaba hacia nosotros el de la barra nos gritó llamando la atención de todos los viejos de la barra: “muchachos ya se pueden tomar el palo, vamos, vamos”.

 

Pappo me miró a los ojos indicando que armar quilombo no nos ayudaría de nada, pero tampoco podíamos dejar que nos faltara el respeto de esa manera. Nos quedamos parados en el mismo lugar en que estábamos, sin decir una palabra

 

Al instante el barman aparentemente perdió la paciencia.

 

_ ¿Pero que son sordos o pelotudos? Vamos loco, tómense el palo.      

 

Fue en ese momento que notamos su tatuaje de “madre” en el brazo derecho, y el de “padre” en el izquierdo.

 

Era nuestro primer desafío como tipos callejeros, no podíamos comernos los mocos. Mucho tatuaje y muchos amigotes, pero nosotros teníamos al Tincho en la puerta, y éramos tres tigres sintiendo el viento de la libertad por primera vez en nuestras vidas.

 

_ Mirá gordito, nosotros nos vamos de acá cuando se nos canta. Así que ahora nos pedís perdón y seguís sirviéndole copas a los caballeros de la barra. ¿Quedó claro?

 

El Pega había metido el pie hasta el fondo. Difícilmente saldríamos con vida después de esa.

 

El barman se agachó detrás de la barra y al levantarse tenía un palo entre sus manos. Al tiempo en que salía de su rincón se pararon otros tres tipos de la barra y se sumaron a la disputa.

 

No teníamos demasiadas opciones, había que enfrentarlos, o correr. Hicimos lo segundo. Nos dimos vuelta y corrimos hasta la puerta. Pudimos salir sin ligar ninguno de los botellazos que nos lanzaron en el intento y una vez afuera le dijimos al Tincho que se sumara a nuestra corrida. Eso hizo. 

 

Pero los osos del bar no se detenían y corrían tras nuestro, que cargábamos con bolsos y mochilas. Sin quererlo nos separamos: Pappo y el Tincho por un lado y yo con El Pega por otro.

 

Miré mi reloj y faltaba tan solo una hora para que nuestro micro partiera. Nos encontrábamos en el medio de un bosque, cerca de la laguna, ante la oscuridad de la noche, donde solo nos alumbraba una inmensa luna llena.

 

No teníamos con qué comunicarnos, el Pega había entregado su celular como pago por los servicios de Ximena, así que no había forma. Mientras tanto nuestro miedo por estar perdidos en la zona más tenebrosa de Chascomús crecía sin dar tregua.

 

_ ¡Pega! ¿Dónde mierda estamos boludo? Acá nos va a morfar un lobo, hay 20 mil árboles y ningún camino. ¿Para dónde carajo vamos?

_ No te preocupes Maurito, de alguna manera vamos a zafar, ya van a aparecer aquellos, vas a ver…ya vas a ver….

 

Faltaba muy poco para que nuestro micro, El Vergalzio, partiera desde la Terminal de Chascomús, que quedaba a varios kilómetros de donde nosotros estábamos perdidos.

 

De repente escuchamos una voz que decía “los van a matar, los van a matar”. No podíamos ver quién lo decía ni de dónde venía, pero estábamos seguros de que no eran los chicos.

 

_ ¡Corré Pega que deben ser los osos del bar!

 

El Pega decidió seguirme el paso, y al cabo de unos metros comenzamos a ver ciertas luces a la distancia. Todo parecía llegar a su fin, pero mi amigo se sentía mal y no podía seguir el ritmo.

 

_ Mauro esperame, no aguanto más, me duelen las piernas.

_ Dale Pega, te va a doler hasta el alma si no corres ahora. ¿Vos sabes lo que les pasó a esos chicos que vinieron a este bosque a hacer una tesis sobre las desapariciones en plena democracia?

_ No, pero seguro me hubiera gustado participar…

_ Creeme que no, nadie los volvió a ver jamás. Después de semanas de búsqueda sólo encontraron sus cintas que más o menos explicaban lo que había pasado: Uno de los personajes que aparece en ellas no era del grupo, y justamente fue el único que quedó vivo. Hoy en día lo siguen buscando.

 

La cara de El Pega no era nada linda, mucho menos después de lo que acababa de contarle. El miedo aumentaba y pese a que habíamos visto las luces, el dolor en su pierna le impedía llegar a ellas.

 

_ Bueno Pega, sos mi amigo y te quiero, pero yo me voy a la mierda.

_ ¡No seas tiragente!, ¿me vas a dejar acá? ¡Mirá si aparece el de la cinta de video!

_ Pega no seas tan flojo. Es sólo un mito, no te va a pasar nada, confía en mí.

 

Pero justo cuando me iba escuché los gritos de El Pega, sonaba realmente desesperado y amenazado, por lo que no pude soportarlo y me vi forzado a socorrerlo. Estaba exagerando, se trataba de un perro callejero siguiendo sus pasos en busca de algo de comida. Le puse mi hombro y retomamos el camino que nos marcaban las luces lejanas.

 

Pude avanzar muy pocos metros, el barro me quitaba fuerzas para poder cargarlo. Decidí dejarlo e ir en busca de los chicos para que me dieran una mano. El Pega entendió y sólo atinó a pedirme que me apurara.

 

“Fue porque la verdad lastima sólo al principio…” Pappo cantaba un viejo tema de CJS mientras encontraba junto al Tincho el camino a la Terminal. Eran las dos y cuarto de la mañana y faltaban tan solo 45 minutos para que el micro partiera. Me vieron venir luego de sentarse en el único banco de la estación.

 

_ ¿Y El Pega? Preguntó El Tincho muy preocupado, casi llorando al ver que mi cara no era nada favorable para lo que él quería saber.

_ No pude hacer más nada muchachos, El Pega no puede caminar y está tirado cerca de la laguna, a unas 15 cuadras de acá. Está muy herido, me vi obligado a venir a buscarlos, no puedo cargarlo sólo.

 

No lo querían creer, pero sabían que no era ningún chiste. Ellos estaban muy cansados, así que les dio fiaca ir a buscarlo. A todo esto, no sabíamos qué hacer porque teníamos un pasaje de más y no había nadie a quien vendérselo.

 

Mientras tanto recordamos que nuestro amigo la debería estar pasando muy mal, y todos lo lamentamos por varios segundos. Pero bueno, le había tocado esa suerte. Debíamos tomar una decisión, o buscábamos a El Pega y perdíamos el bondi que ya estaba por salir, o nos íbamos a La Plata y dejábamos a nuestro amigo tirado en el medio del bosque.

 

Sabíamos que nuestro amigo nos necesitaba y decidimos volver por él. Fue en ese preciso momento en que partíamos hacia el bosque cuando escuchamos por altoparlantes:

 

Se anuncia a todos los pasajeros del micro El Vergalzio con destino a La Plata que hubo un pequeño problema técnico y tiene un retraso de no menos de dos horas. Disculpen las molestias.

 

Fue perfecto, era el tiempo que necesitamos para meternos en el bosque y volver a la terminal con nuestro amigo a cuestas.

 

La Plata se hacía desear, parecía que no llegaríamos jamás, eran casi las cuatro de la mañana y seguíamos buscando a nuestro amigo en el medio del bosque.

 

_ ¡Estoy seguro de que era por acá! No puede ser. Me acuerdo bien. Es más, miren, acá hay huellas de zapatillas.

 

Era cierto, pero El Pega no estaba. Buscamos alrededor de la zona y nada, no había más que rastros. El reloj indicaba que ya se estaba por cumplir el tiempo de retraso, y ahora sí que no nos quedaba otra que seguir sin nuestro amigo, con la conciencia limpia.

 

Antes de llegar a la terminal, a tan solo unas cuatro cuadras, encontramos a El Pega tirado, ensangrentado, sin zapatillas y con un fuerte olor a podrido.

 

_ ¿¡Pega que te pasó, que te hicieron!?

_ No pasa nada chicos, esta vez me tocó a mí nada más.

 

En las cuadras restantes nos contó que se topó con el barman de “Gats” y otros cuatro gordos del bar y que le empezaron a pegar por todos lados. Las zapatillas se las robó un pibito que justo pasaba por la zona y luego lo empujó a la laguna.

 

Pero las malas noticias no paraban de llegar. Listos para subir al micro, a las cinco de la mañana, los altoparlantes volvieron a transmitirnos un mensaje:

 

A todos los pasajeros del micro El Vergalzio con destino a La Plata les informamos que la empresa ha declarado quiebra y por lo tanto todos los micros han sido cancelados. Debido a la quiebra no habrá devolución de dinero por sus pasajes.

 

“¡Pero la puta madre!” gritamos todos. “Chicos, chicos, tranquilos, la casa está en orden” nos dijo el viejo de la terminal. Pero nada estaba en orden, eran las cinco de la mañana y estábamos varados en Chascomús, sin presupuesto para viajar y con muchas ganas de llegar a nuestro destino deseado.

 

En cuestión de minutos desapareció la luna, llegó una nube negra y comenzó a llover. “Pero que cagada…encima llueve”. Ya no teníamos más fuerzas, llevábamos un día viajando y sin dormir ni una hora.

 

El sueño comenzaba a apoderarse de nosotros. “Ya fue, vámonos a dormir a la estación de trenes y por ahí tenemos suerte y pasa uno”. La idea de Pappo no era mala, así que arrancamos a patear.

 

Ni bien llegamos paró de llover.

 

_ Era una nube pasajera, que bueno.

 

El comentario del Tincho no nos representó una gran alegría, pero la verdad era que ni ganas de putearlo teníamos.

 

_ Chicos, ¿escuchan eso? Me parece que viene un tren.

_ No sé Pappo, a mí me suena más a un avión.

_ Pero vos estás loco Pega, que va a pasar un avión por acá.

_ Lo mismo pensaban los empleados de las torres gemelas 5 segundos antes de saltar del piso 98. Igual, para mí también es un tren, sino ¿qué va a ser esa luz que viene por las vías?

 

El Tincho tenía razón, era un tren, era la salvación. Ni bien arribó al andén subimos los cuatro y nos sentamos en el primer vagón del convoy, donde sólo viajaba una familia rural.

 

Finalmente, las cosas parecían salir a nuestro favor y en cuestión de dos horitas estábamos en Constitución. Nos abrazamos eufóricamente.

 

“Que linda mañana campestre” dijo el mayor de la familia amiga del vagón. Pero para nosotros era algo mejor, era la mañana más linda de nuestras vidas, nunca habíamos sentido lo que estábamos sintiendo, era como volver a nacer.

 

Nos despedimos de los gauchos que nos habían convidado unas empanadas a la altura de Temperley.

 

Bajamos del tren en pleno Constitución y fue cuestión de minutos hasta ubicar de dónde salía el tren para el sur. Pappo sacó los boletos y lo encontramos debajo del cartel de los horarios.

 

_ Corran que el que va a La Plata sale por el andén 9, ¡vamos que sale en menos de dos minutos!

 

Llegamos justo a tiempo y nos sentamos en uno de los últimos vagones. Esta vez nada podría detenernos, nos faltaba el último tramo.

_ Vamos loco que en un rato estamos en nuestra nueva ciudad.

 

Y así fue, al mediodía desembarcábamos en La Plata. No teníamos tiempo que perder, debíamos conseguir pensión y trabajo. La Universidad nos esperaba y nosotros estábamos en camino.

Episodio X: Sobreviviendo

“Solo le pido a Dios que el futuro sea diferente” decía El Pega cuando las cosas se ponían complicadas.

_ Tranquilo Pega, juntos siempre salimos de todos los bardos que tenemos, acá es cuestión de poner el pecho y salir a luchar, tenés que hacerte valer, no sos un trapo de piso.

_ Che compremos el diario. El Plata es el más barato, busquemos hospedaje en los clasificados, no perdamos tiempo que el Tincho en un rato se tiene que ir a cursar.

_ Si, Mauro tiene razón, se nos va a hacer tarde y vamos a terminar durmiendo en Plaza Italia.

 

Pusimos veinticinco centavos cada uno y compramos el diario para buscar pensiones y de paso algún laburo también. Tuvimos algo de suerte desde el comienzo, figuraba una pensión mixta en 1 y 60 con muy buen precio.

 

_ Hola si, llamaba por el aviso.

_ Si bueno, son $10 los 15 minutos, $20 la media hora y $30 la hora con servicio completo.

_ No, disculpame, pero acá dice pensión mixta.

_ Ah, sí, sí, me había olvidado. Bueno te cuento, son piezas a compartir entre 4, por el momento tengo dos lugares en una y a ver…y otros dos lugares en la del fondo. Te sale $80 por mes con servicios incluidos. Es muy tranquilo el lugar.

_ Mirá a nosotros nos viene perfecto, el tema es que necesitamos unos días para juntar el dinero porque recién llegamos y no tenemos un peso, pero ya estamos buscando un laburo.

_ Bueno no hay problema, ¿Cuántos son?

_ Somos cuatro justo y necesitaríamos el lugar hoy mismo.

_ Bueno no hay problema, vengan ahora mismo para acá.

_ Ah listo entonces, ya salimos para allá así arreglamos.

_ Bueno no hay problema, quédense tranquilos que los lugares están.

_ ¿No hay problema si vamos en dos horas así buscamos laburo antes?

_ No. ¡No hay problema!

_ Bueno perfecto. Entonces en un rato vamos para allá.

_ Listo no hay problema. Hasta luego.

 

_ Listo Pega, todo cocinado, ya arreglé el tema de la pensión, el tipo me dijo que no hay problema con que le paguemos más adelante porque le expliqué que no teníamos guita y que estábamos buscando laburo.

_ ¿Che y con el tema de que somos cuatro?

_ Me dijo que no hay problema, que justo tiene cuatro lugares, pero separados en dos piezas.

_ ¿Cómo dos piezas?

_ Claro, son piezas de cuatro y tiene dos piezas con dos lugares cada una.

_ Pero las piezas qué onda, ¿son mixtas?

_ Ah no se…. Ojalá.  Lo que tenemos que hacer es dividirnos, ¿qué decís, nosotros dos en una y lo mandamos a Pappo con el Tincho?

_ Si dale, dale, pero entremos rápido así vemos cuál de las dos está mejor antes de que aquellos dos elijan primero.

 

Mientras tanto Pappo llamaba a los distintos trabajos desde la cabina de al lado.

 

_ Hola que tal, llamaba por el aviso.

_ Bueno te cuento, nosotros andamos necesitando chicos para reparto en el centro de La Plata. Buscamos dos con registro para manejar dos camionetas y otros dos muchachos para acompañarlos en el reparto, así que hasta el momento lo del registro no es excluyente.

_ Mirá, nosotros justamente somos cuatro, todos de 18 años y vinimos a La Plata a estudiar, por lo cual necesitamos un trabajo para poder quedarnos. Hay dos que tienen registro.

_ Bueno perfecto, porque no se vienen los cuatro para acá y charlamos bien para ver si llegamos a un acuerdo.

_ Bárbaro, ya salimos para allá entonces, ¿vamos a esta dirección que figura acá?

_ Sí, ahí mismo, pregunten por Miguelito.

_ Bueno perfecto, muchas gracias.

_ ¡Che Tincho boludo ya pegamos laburo los cuatro! Necesitan justo cuatro pibes para reparto, no sé qué mierda es, pero joya igual. Espero que los chicos hayan encontrado pensión, sino ni les decimos nada del laburo y que busquen ellos por su cuenta.

 

Salimos de las cabinas más o menos al mismo tiempo y conversamos sobre los llamados que habíamos hecho. Luego de una salida dura de Mar de Ajó y un viaje complicado hasta la ciudad, de a poco las cosas comenzaban a salir y La Plata nos daba una oportunidad. No podíamos desaprovecharla.

Episodio XI: Al Pan, Pan, y al Vino, Vino

_ Te subís a la camioneta, manejas por la ciudad y los vas repartiendo, no es tan difícil. De lunes a viernes, $15 por día para cada uno. Pueden decir que si o pueden tomarse el palo que tengo 40 bolivianos listos para arrancar por $12 el día.

_ Bueno, aceptamos.

_ Ok. Mañana a las 7am los quiero acá, nada de venir mamados ni drogados, así tuve que despedir a los últimos paraguayos que trabajaban acá, no se les puede dar la mano que te agarran el brazo esos inmigrantes.

_ ¿Che y cuántas horas demanda en promedio el reparto?

_ No menos de 8 horas. Igual si tardan más no los quiero ver quejándose como hacen los peruanos aquellos que están allá, ¿los ven? Bueno, esos trabajan en el depósito de 6 a 20 y quieren un aumento. ¿Aumento? ¿De dónde? Tómensela y vuélvanse a su país si no les gusta.

_ Que dishe patronshito, si nosotro’ no hemo’ dicho nada. Somo’ gente onesta que venimo’ a trabahiar.

_ Pero anda muerto de hambre que con lo que yo te pago, allá en La Paz, Quito o en cualquier otra ciudad de Perú vivís todo el año.

 

Pese al carácter de mierda del jefe y del trato discriminatorio con los empleados de países limítrofes conseguimos el trabajo donde, según el tipo, teníamos la posibilidad de ir ascendiendo: de repartidor a reparaciones, de reparaciones a limpieza, de limpieza a operador y de operador a telemarketer.

 

Muy contentos, solo nos restaba definir la vivienda, así que marchamos para 1 y 60 donde el señor Chilaverg nos esperaba para conversar a fondo el tema del alquiler.

 

_Que tal chicos, en esa puerta roja acomódense dos y en la del fondo, allá la de puerta azul, otros dos. Son $120 cada uno por mes.

_ ¿Cómo $120? ¡Si por teléfono nos dijo $80!

_ ¿Cuándo fue eso?

_ ¡Hoy mismo!

_ Pero qué raro que me haya equivocado así… bueno, negociamos y cerramos en $100 por mes. ¿Listo?

_ Bueno, quedamos así, $100 por mes cada uno. Eso sí Chilaverg, ningún aumento hasta fin de año con este ajuste de entrada...

_ Bueno muchachitos, acomódense y cualquier problema lo solucionan ustedes mismos eh (risas).

 

Como habíamos quedado, el Pega y yo fuimos a la pieza con puerta roja, ¡donde debíamos compartir con dos chicas! Por otro lado, Pappo y el Tincho se acomodaron en el fondo y tuvieron menos (quizás más) suerte: les tocaron dos viejos borrachos.

Episodio XII: La Buena Vida...

Y andábamos de mugrientos

Que el mirarnos daba horror;

Les juro que era un dolor

Ver esos hombres, ¡por Cristo!

En mi perra vida he visto

Una miseria mayor.

(Martín Fierro. José Hernández)

La vida en la pensión no era nada sencilla. Con El Pega nos acomodamos y nos organizamos de la mejor manera posible, pero no todo era como parecía. El lugar se caía a pedazos y se escuchaban todo tipos de ruidos.

 

Sin muchas opciones, ingresamos a la pieza y El Pega se acomodó en la parte de arriba de la cucheta, mientras que yo en la de abajo.

 

En el laburo nos dividimos de tal manera que él se encargaría de manejar y yo de ir armando los pedidos para el reparto. La verdad que hacíamos una buena dupla y de alguna manera u otra de a poquito comenzábamos a salir adelante.

 

Pappo y El Tincho defendían la trinchera como podían contra los ataques constantes de los choborras y en el laburo se acomodaron sin problemas.

 

Lo principal que teníamos en claro era que debíamos pasar la mayor parte del tiempo fuera de casa trabajando y cursando para llegar a la noche y meternos directo en la cama. Esa era la única forma de no caer en el mal ambiente y la mala energía de la pensión.

 

Los horarios de las cursadas nos permitían trabajar tranquilos y hasta tener algunas horitas libres durante la semana más allá de contar con sábados y domingos para descansar y preparar exámenes o hacer trabajos prácticos.

 

La vida del estudiante puede ser fácil para algunos y difícil para otros. Claro está que las clases altas y medias-altas tienen mayor facilidad para mandar a sus hijos a estudiar una carrera universitaria. Les alquilan un buen departamento y disponen 24 horas diarias para destinarle al estudio.

 

Pero nuestro caso era muy diferente, mucho más sacrificado. Sin embargo, debíamos afrontar las cosas como se nos iban presentando, esos eran los costos que debíamos pagar para llevar la vida que queríamos, o al menos para no llevar la vida que no queríamos.

 

Nuestro objetivo era claro: queríamos progresar. De todas las formas posibles. Juntar guita, mudarnos a un lugar mejor, meter materias, pegar un laburo más piola: en blanco y con beneficios.

 

Pero al fin y al cabo las cosas seguirían como empezaron por un largo tiempo. O peor. A los dos meses El Pega y yo nos quedamos sin empleo y debíamos el alquiler en la pensión. No sabíamos cómo hacer.

 

Por suerte Pappo y El Tincho seguían bastante bien con el reparto, habían hecho un acuerdo con el supervisor y siempre traían a casa algunas galletitas, unas cuantas golosinas y hasta mermeladas y puré de tomate.

 

De todas formas, no podíamos depender de ellos, teníamos que salir a ganarnos la vida, la moneda, el mango o algún pesito… De las pocas opciones que surgieron, con El Pega conseguimos laburo en un bar del centro como ayudante de cocina en su caso y como lavacopas en el mío.

 

En el estudio la remábamos. La verdad que era difícil concentrarse y dedicarle tiempo a la lectura cuando estábamos preocupados por llegar a fin de mes o cuando casi no podíamos dormir por los ruidos y los gritos dentro de la pensión. Ahí adentro pasaban cosas raras.

 

Sin embargo, había algo que sabíamos con certeza, debíamos marcar terreno y hacernos fuertes dentro de la pensión. Pudimos acercarnos a una banda bastante pesada que paraba en la entrada de la vivienda y por las noches tratábamos de controlar el patio y la cocina. Pero la rivalidad con los borrachines era difícil de llevar y la paz podía pasar hacia el otro lado del yin yang de un momento a otro.

 

Fue en ese primer año que vivimos millones de momentos inolvidable, anécdotas que quedarían guardadas en nuestras memorias para siempre. Al fin y al cabo, eso un poco lo que buscábamos, vivir momentos, crear recuerdos.

 

Si bien nuestro objetivo a veces parecía claro y a veces difuso, siempre había sucesos que nos alegraban la vida y nos permitían seguir tirando para adelante con más fuerzas.

 

Contábamos el uno con el otro y eso era lo más importante. Sería un año largo y debíamos acostumbrarnos a los grandes cambios que se nos presentaban.

 

La vida nos presentaba una nueva partida, teníamos muchas cartas, había que empezar a jugar.

Episodio XIII: Y Cantinero Sirva otro Tequila

Algunas vivencias de nuestro primer año fuera de casa quedarán en nuestras memorias para toda la vida, como también quedarán en ella algunas personas que conocimos en el camino. Una de ellas, y que no puede faltar, es la “Tía Polola” de un compañero de El Pega.

 

Era el cumpleaños de aquel compañero de Lucas y había algo claro, donde iba uno íbamos todos. Por lo que allí estábamos, en la pequeña fiestichola que había organizado la “Tía Polola” de Nachito, el cumpa querido.

 

Copas por aquí y copas por allá, la música acompañaba el baile y nosotros allí, tranquilos en un rincón, mirando a las chicas bailar como quién se ríe de la vida. Pero ya se nos iba a ir aquella risita, la “Tía Polola” quería festejar, la “Tía Gauchita” quería romper la piñata.

 

El alcohol fue ocupando un lugar cada vez mayor en nuestras sangres y definitivamente nos hubiesen quitado el registro si andábamos en coche. La noche era perfecta, un viento sureño entraba por la ventana y las luces de las estrellas acompañaban los rayos láser de la fiesta.

 

Fue en un momento cúlmine, como si se tratara del Cónclave de Cardenales, en que la tía de Nacho se acercó a donde me encontraba con Pappo.

 

¿Casualidad o causalidad? ¿Cómo podríamos saberlo? Lo cierto fue que Polola se sentó entre nosotros, conmigo a su derecha y Pappo a su izquierda. La charla comenzó inocentemente, como quien dice “charlando de la vida”, pero el alcohol nos acompañaba constantemente y la confianza fue ganando terreno para poner sobre la mesa algunos temas más picantes.

 

_ Polola, honestidad total, ¿te atraen los jóvenes universitarios como alguno que pueda haber en esta fiesta, o los pendejos no son lo tuyo?

 

Eran esas cosas de ingresantes universitarios que tenían el perdón asegurado y que quizás servían para romper el hielo. Cuando Pappo disparó la pregunta la respuesta pudo haber sido un cachetazo, pero Polola se rió por un momento y respondió que ella a nuestra edad no pasaba demasiadas horas en la biblioteca ni militando por el cambio climático.

 

Todo iba viento en popa, pero la Tía nos ponía un pequeño freno: la fiesta estaba repleta de gente y no quería llamar la atención del público.

 

_ Chicos, cuando la fiesta termine se quedan a dormir acá, les tiro unos colchones. ¿Qué les parece?

 

Respondimos que nos parecía una idea fenomenal. Y sí, era nuestra primera gran aventura de universitarios en una ciudad lejana. La verdad que era algo increíble, hacía dos meses que habíamos arribado a La Plata y esperábamos vivir esas historias que hasta el momento solo habíamos visto en comedias norteamericanas como American Pie o Viaje Censurado.

 

Siendo joven, la situación amorosa era una parte importante de nuestras vidas y generaban sensaciones de gran impacto tanto positivas como negativas.

 

Para nosotros, un día malo podía pasar a ser completamente bueno si tan solo conseguíamos un beso de la chica que nos gustaba, como así también un diez en un examen final podía ser opacado por el rechazo de la piba que tanto nos gustaba.

 

Cosa de hombres, cosa de las mujeres quizás también, cosas de los seres humanos, en fin. Lo cierto era que nosotros le poníamos muchas ganas. Éramos libres, vivíamos solos por primera vez y esa libertad iba acompañada de un enorme deseo erótico y aventurero. Quizás era la principal ventaja de haber dejado el pueblo y vivir en la ciudad, sino directamente hubiese sido mejor quedarnos a vivir con la comida en la mesa y la ropa limpia.

 

Quedábamos pocos en la fiesta y el sol se asomaba por la ventana dejando a un costado aquellas estrellas y la enorme luna llena que habían generado un clima de romanticismo y calidez en el viejo departamento de la Tía Polola.

 

Fue en ese momento, cuando amanecía, que El Pega, tambaleando para no caerse, se acercó a la ventana para gritarle a un hincha de Boca que pasaba por la vereda de enfrente. Si bien desde un tercer piso casi que ni se escuchaba, el alcohol generaba ciertos efectos inexplicables en nuestro amigo.

 

Su balanceo contra la ventana tuvo un desenlace muy poco fortuito: golpeó una planta preciosa, traída directamente desde Sudáfrica, que se ubicaba justo sobre la reja, terminando con la vida de la misma tras impactar contra el suelo de la calle 49.

 

Polola, que era una mujer realmente relajada, perdió el control de su ser por completo por culpa de nuestro amigo y comenzó a decirle de todo.

 

_ ¡Pero pedazo de pelotudo, esa planta me la trajeron desde África y sale más que tu vida! ¡Corre a buscarla ya!

_ Para loca que es una plantita de mierda, además mirá dónde la ponés vos también, ¡al borde del abismo!

 

El Pega cavó su propia tumba, y la nuestra. La fiesta llegó a su fin de manera tajante y la gente comenzó a abandonar el departamento. Nosotros no sabíamos qué hacer, si defender a nuestro amigo o hacernos los boludos para ver si aún podíamos cosechar lo que habíamos sembrado.

 

Pero, en cuestión de minutos, Polola estaba agarrando de los pelos a El Pega para que bajara a buscar la planta. Lo cierto era que nuestro amigo no sabía ni que botón del ascensor tenía que apretar, así que no nos quedó otra opción más que ayudarlo. Quizás si volvíamos con la planta Irma se calmaría y seguiríamos en carrera para la prueba final.

 

Mientras buscábamos la planta, o los pedazos de ella, por la vereda de calle 49, Polola nos gritaba desde la ventana: “pendejos de mierda tráiganme esa planta o les voy a meter la maseta por el culo”.

 

Un poco fuerte, pero cierto. La gente que pasaba por la zona miraba desconcertada como dos pelotudos buscaban una planta que se había convertido en pedacitos de tierra y hojitas verdes esparcidas por toda la vereda.

 

Fue en ese momento en que El Pega se iluminó y vio sobre la ventana de un departamento una planta cualquiera sobre una maseta de plástico.

 

_ Maurito, fue, hagamos el cambiazo.

 

Y eso hicimos. Aprovechamos que La Tía había dejado de putearnos desde la ventana y colocamos el cebo en la maseta de la planta africana. Subimos al tercer piso para hacer la devolución, las paces y el amor, pero Polola no era ninguna boluda y se dio cuenta que la planta que llevábamos no era “Martita”, sino otra.

 

La noche llegó a su fin sin más. Polola nos echó del departamento y nos vimos obligados a partir. Ella no supo entenderme, era mi obligación como amigo darle una mano a Luquitas, no podía dejarlo sólo, menos en el estado en que estaba.

 

Pappo quedó bien parado porque había jugado el rol de distraerla con unos halagos y unos chistecitos. Finalmente, logró calmarla y relajarla con unos masajes y pasó la noche, o lo que poco que quedaba de ella, en una cama calentita y haciendo cucharita.

 

Estaba bien, no íbamos a perder todos por culpa de uno, había que sacrificarse por el equipo y esta vez El Pega me había llevado a puesto a mí hacia la humillante derrota.

Mientras tanto en la pensión las anécdotas, mayoritariamente negativas, se acumulaban día a día y noche a noche. Peleas constantes con los otros inquilinos, quilombos por todo tipo de cosas y un nivel de tensión en la que cual se podría producir cualquier tipo de cosa. No era uno de esos lugares denominados “normales”, sino una mezcla entre descontrol y libertinaje.

 

Música a todo volumen, griterío, ruidos de todo tipo, golpes en la puerta, timbre a las cinco de la mañana, teléfono a las seis… un verdadero quilombo.

 

Pero más allá de todo eso había otra cosa, un tema que se encontraba siempre en el menú del día. Algo que nos afectaba a todos pero que nadie estaba dispuesto a negociar ni a ceder. El gran problema era la heladera.

Resumiendo: había que compartir. Y claro, las cosas desaparecían, nadie sabía nada, algunos aseguraban “nunca haber tocado el refrigerador”, otros dirían “no le he tocado” y otros simplemente intentábamos no darle demasiado uso y proteger nuestras cosas, evitando al máximo tener que meter algo en la misma.

 

Un martes a la noche estaba todo muy tranquilo. Jugué con los tres gatitos de la casa un rato y me metí en la pieza, ya los chicos estaban todos dormidos.

 

Di vueltas y vueltas en la cama y no me podía dormir, pensaba en dos cosas: la primera, que mi abuela estaba muy mal de salud luego del accidente que había tenido bajando del colectivo y a partir de ello pasaría el resto de su vida en silla de ruedas. La segunda, había dejado una cerveza en la heladera y corría ese viejo riesgo de pasar a ser una desaparecida más en nuestra anarquía residencial.

 

No aguanté más, no lo podía soportar. Me levanté y empecé el recorrido hacia la cocina donde se resguardaba mi Isembeck de litro. El pasillo era largo, oscuro y silencioso. Justo ese martes en que estaba todo tranquilo, sin ruidos, sin música ni gemidos, avancé en plena oscuridad hacia mi destino.

 

Intenté no tropezarme con los muebles, pero claro, no pude evitar pisar por lo menos dos o tres forros usados en el camino. Lo sé porque estaba descalzo y sentí algo pegajoso entre los dedos del píe, además de haberme patinado dos o tres veces en el pasillo.

 

Antes de abrir la puerta escuché a uno de los gatos gruñendo. Raro, entre ellos se llevaban diez puntos y nunca se peleaban, algo malo estaba pasando y no eran horas de andar pidiendo ayuda, debía juntar coraje.

 

Decidí entrar, no eran tiempos de cobardes, había que actuar. Justo en el momento en que extendí mi mano, rozando la pared izquierda para buscar el botón que iluminaría el comedor, volví a escuchar a Benito. Éste no era cualquier gato, era un macho que vivía para la caza, constantemente agazapado para apoderarse de cualquier invasor.

 

Me asusté y retrocedí. Pensé en si realmente valía la pena arriesgarme. Me detuve un segundo a intentar imaginar qué podría ver al encender la luz: ¿Quizás un cadáver? ¿Quizás alguien realizando algún tipo de cirugía sobre la mesa de la cocina? ¿O quizás a Pappo nuevamente viendo videos de cuando San Lorenzo aún tenía un barrio de referencia?

 

No tenía ni idea, no sabía qué pensar. Pero no había vuelta atrás, acumularía una nueva intriga en mi cabeza y menos que antes podría descansar en paz. Decidí volver a avanzar y ponerle el pecho a la situación.

 

Prendí la luz y la vi. Era pequeña, sucia, cabezona, peluda y gordita. Como la mía. Era una lauchita que se había entrometido en la pensión en busca de alguna aventurilla o simplemente perdida buscando algo de comida. Se le estaba acabando la vida bajo las garras de un asesino que por nada en el mundo entregaría a su presa, que por nada en el mundo soltaría a ese pobre prisionero del terror.

 

No sé si fue la luz o si fue mi cansancio, pero juro haber visto sus ojos lagrimeando. No podría jurarlo sobre La Santa Biblia, pero creo haber escuchado su llanto. Me miró a los ojos como rendido, pidiéndome auxilio, rogándome ayuda para no morir bajo las garras de su eterno rival.

 

Me quedé anonadado, no sabía cómo actuar. Siempre imaginé que, al ver una rata, un ratón o una laucha, lo primero que haría sería atinar a matarla, pero no fue así, prefería ayudarla. Pensé que todos merecemos una muerte digna, acompañados por al menos nuestros seres queridos.

 

Pero el instinto animal no es para humanos, y ya era tarde para cuando atiné a salvarla. Benito no la soltaría por nada en el mundo, no había nada que podría despertarle otro tipo de interés, ni siquiera por un pedazo de salame que logré encontrar en esa heladera compartida.

 

Cada vez que me acercaba apretaba un poco más sus dientes, como diciendo “si te acercas un paso más la mato”. Lo tenía a casi dos metros, pero sabía que si me aproximaba hacia él saldría corriendo por la puerta trasera y sería el fin definitivo para la lauchita.

 

Fue en un momento de lucidez que logré encerrarlo contra un rincón, sin que pudiera alcanzar la puerta y escapar con su presa. Lo agarré de manera brusca, intentando meterle un poco de miedo para que la largara. Pero la ley de la naturaleza era más fuerte…

 

Cuando finalmente pude lograrlo ya era tarde. Benito abrió la boca y la lauchita cayó al piso sin poder moverse, dando sus últimos suspiros.

 

Me miró a los ojos con sus últimas fuerzas. Saqué a Benito al patio y volví inmediatamente para asistirla, aunque para ser sincero no tenía ni idea de cómo podía ayudarla. Lo único que se me ocurrió fue terminar con su sufrimiento, acortar su larga agonía y enviarla al otro lado.

 

Y así fue.

 

Volví a mi pieza y me metí en la cama, ni siquiera llegué a comprobar si aún estaba la cerveza, no me importaba, no la quería, nunca la tomé.

 

Estaba enojado, pero no había motivo, así es la ley de la naturaleza y debía aceptarlo, no era quién para intervenir en este tipo de casos. Pero estaba enojado, no podía entender por qué yo tenía que ser el testigo de la situación, porque no podía haber sido otro o simplemente no haber sido yo.

 

De gemidos y gruñidos no se con cuales me quedo. Si al golpear a Benito la lauchita hubiese salido corriendo no me hubiera enojado y más que seguro me hubiese sentado, destapado la botella y tomado la cerveza.

 

Pero no llegué a tiempo y las cosas se dieron así.

 

Me acosté, pero no podía dormirme. Empecé a pensar en que quizás la vida no se trate tanto de vivir el momento sino de revivir el recuerdo, y de eso se trataban nuestros días lejos de casa, en la ciudad, en la universidad. Pensábamos que esos serían los años de los que hablaríamos en el futuro, los que llegáramos…

 

Al día siguiente, pedaleando por la avenida más linda de la ciudad, cerca de casa, el viento me venía de frente y los pensamientos florecían como si buscara en mi cabeza recuerdos preciosos del tiempo pasado. Recuerdos de risas y alegrías donde el tiempo se congelaba y nada importaba más que aquello que vivíamos.

Una triste canción me bajó la adrenalina y cambié el viejo cassette para viajar en mi cabeza hacia aquellos momentos tristes, donde uno verdaderamente sintió el costado más maligno de la vida, donde el mundo se cayó del todo.

 

Pensé en qué recuerdos borraría si pudiera. La verdad es que preferí no borrar ninguno, porque para algo estaban. La memoria es selectiva, eso seguro, y por algo uno guarda muchos recuerdos buenos, y otros tanto malos.

 

La avenida me dio dos opciones, derecha o izquierda. ¿Qué hacer? Viajaba sin rumbo, simplemente pensaba junto a mi reproductor de música y mis ojos recibiendo la brisa de frente. Más allá de la dirección, en ese momento lo importante era seguir maquinando. A veces la mente presenta reflexiones y hay que aprovecharlas.

 

Yo siempre fui un tipo reflexivo. No sé bien por qué, si está bien o mal, si todo el mundo es así o solo algunos, no lo sé. Pero soy de los que se acuestan y por más que tenga mucho sueño me cuesta dormirme porque se me vienen varias cosas a la cabeza.

 

El Pega en cambio siempre fue un tiro al aire, “yo existo y luego pienso” me dijo un día. En su caso si hay algo que lo mantiene tranquilo es el hecho de que nadie de su familia se dedicó a estudiar. Por lo que El Pega era todo un mito en la familia Clavo y estaban todos orgullosos de que él estuviese en la ciudad de La Plata estudiando una carrera tan importante como lo es Abogacía.

 

Pero si hablamos de El Pega el tema que más le compete es el de las mujeres. Fue por ese asunto que un día como cualquiera se rateó de la facultad para dar una vuelta por el centro y tropezar frente a lo que él llamaría “un amor fugaz”, casi de novela. En general no tenía mucha suerte, pero ese día no sería como cualquier otro.

 

Luego de patear por el centro de calle 8 y descansar frente a La Catedral de La Plata, en plena Plaza Moreno, decidió comerse un pancho en El Pulpito, donde apareció esa persona tan especial, tan cautivante.

 

_ Poneme dos choris y sacame unas papas fritas para ir picando.

 

El Pega giró su cabeza para observar a la chica que estaba realizando el pedido, quedando muy sorprendido. Claro, quien miró sorprendido también fue el tipo del puesto de comidas rápidas, pero no porque se tratase de una chica hermosa, sino por el tono hambriento del pedido.

 

_ Eh amigo, ¿no tene’ chimi?

_ No, no hay chimichurri, no estás en la Costanera, es El Pulpito esto.

_ Eh amigo no te ortivés que te lo digo de onda.

 

Y El Pega cayó en la trampa que a veces nos monta el amor, o el mismo Dios que miraba la escena desde enfrente, allá en lo alto de la iglesia, cagándose de risa seguramente.

 

Nuestro amigo intervino inmediatamente en la conversación para poder ocupar un lugar en la mirada de esa joven princesa. La tomó por el brazo diciéndole suavemente que mejor ni le respondiera al del puesto, era “un salame de aquellos”, un degenerado que poco sabía sobre cómo tratar a las mujeres, con respecto y con cariño como se merecen.

 

_ La verdad que nadie nunca me dijo algo tan lindo, sos un amor.

_ Es que me sale de adentro, no lo puedo controlar.

_ Conmigo podés ser así todo el tiempo que quieras.

 

Y así empezaron. Lejos de preocuparse por la facultad, El Pega se subió al colectivo con la chica y viajaron lejos, hasta su casa en Ringuelet. Antes de entrar se sentaron al costadito del arroyo y arrojaron piedras mientras hablaban sobre sus pasados. Al cabo de siete u ocho minutos pasó el Ferrocarril Roca que venía repleto de obreros y cartoneros.

 

“Che, más respeto por los que tenemos estómago”, “devolvela al agua asqueroso”, “tapala con diario”, “hacele un favor al mundo y no la saques a la calle”.

Le gritaron de todo desde el convoy en movimiento y ella sufría por dentro. No era justo y El Pega supo consolarla. Ella se dejó llevar por el romanticismo de nuestro amigo y juntos sonrieron sobre lo que había ocurrido y siguieron charlando como si nada.

 

Lo invitó a pasar a su humilde casa. Entraron a la choza sin hacer mucho ruido, “por las dudas”. Empezaron a los besos y apretujones, desenfrenados, como enamorados.

 

Ella le quitó la camisa y luego el pantalón, él logró sacarse los zapatos de a uno usando el pie contrario y ninguna mano. Ella rompió el cierre de la camperita Adidas y tiró la gorra como quien tira un frisbee fallando la puntería del picaporte. Él mientras buscó, sin suerte, el botón de la bragueta apretujada.

 

Imposible era quitarle el corpiño, no llegaba con los brazos, por lo que ella lo ayudó para apurar el paso. Juntos en la cama, desvestidos, no quedaban muchas cosas por hacer, por charlar, por mirar o respirar, a los hechos y a “meterle que ya está por llegar”.

 

Nuestro amigo no entendía bien a que hacía referencia su nueva pareja de vivencias amorosas. Por un momento se preocupó por la posible llegada de un tercero, pero no quiso distraerse de lo que estaba haciendo y tiró para adelante.

 

La señorita no perdía el tiempo, era una desquiciada, desenfrenada por el aparato masculino de nuestro amigo, el viejo y querido “Ronaldinho”. Por lo que en pocos minutos iniciaron el acto sexual denominado por algunos pocos locos como “hacer el amor”.

 

Pero El Pega nunca fue muy afortunado para el amor y esta vez no sería la excepción. En pleno momento de clímax se escuchó un ruido en las afueras de la vivienda. Efectivamente había un tercero en discordia, ni más ni menos que el marido de la joven.

 

_ ¿¡Que haces!? ¿Vos te das cuenta lo que estás haciendo? ¿Cómo me podés hacer esto?

 

El Pega no lo podía creer, quedó paralizado por la situación. La pareja de la chica no era un tipo cualquiera con el que nuestro amigo podría enfrentarse, era un policía de la bonaerense y cargaba la 9 milímetros en la cintura.

 

_ Disculpe señor, nunca imaginé que ella estaría casada, ya mismo me marcho y los dejo resolver sus temas, yo no tengo nada que ver acá.

 

La situación podría haber sido peor, pero el tipo se la agarró con ella. Fue en ese momento en que El Pega agarró su ropa, posó su mirada sobre ella con los ojos heridos, al borde del llanto y prometiendo tener más cosas que decir que un simple “adiós”, pero tuvo que marchar.

 

 

Pero no todas nuestras historias tenían un triste final, aunque a veces se trate más del desarrollo que del desenlace. Muchas veces aquellos momentos serían meras sonrisas del futuro, como la historia que refleja uno de los grandes momentos de nuestros inicios en la Ciudad de La Plata:

Ambos llegaron a La Plata en busca de un futuro mejor, sin imaginar que la ruta 11 sería la unión de dos viejos amigos que evidentemente siempre estuvieron al borde de caer en las telarañas del amor.

_ Cenizas quedan.

_ Donde hubo fuego.

 

Pappo miraba hacia otro lado mientras El Pega y yo hablábamos de aquella noche que pasamos juntos bajo el muelle de Mar de Ajó. Ahí mismo descubrimos que algo ocultaba, que aquellas faltas al curso de masajismo no eran por horas extras en el laburo, sino que se quedaba como extra un par de horas en la casa de Melissa masajeándole la espalda, los pies, y el corazón.

 

Claro, todo esto sumado a que se enroscaban desnudos contra la pared de la vecina que llamó en varias oportunidades al jefe de mantenimiento del edificio para pedir que bajaran un poco el volumen durante aquellos momentos de fuego puro. Aquel “secreto de estado” se había vuelto un tema público en nuestro querido pueblo costero.

 

Si bien parecía que nos encontrábamos frente a una hermosa historia de amor, poco tiene que ver con esto. La leyenda de nuestro amigo Pappo con la Roly de Mar de Ajó, quizás la única chica de esta tribu en Maraja, representó una gran complicación para nuestro amigo.

 

A partir de esta etapa que atravesó nuestro amigo, con El Pega y el Tincho nos remontamos al pasado y fuimos descifrando que Pappo era el más enamoradizo de los cuatro. La secundaria le rompió el corazón unas cuántas veces y ahora viviría la misma situación en el ámbito universitario, la Roly no sería pura alegría.

 

Era la noche que tanto habíamos esperado, jueves de Bingo en La Plata, nuestro primer bingo del año. Pero alguien no dio el presente y nos imaginábamos por qué. Una vez más, Pappo se había detenido en la vieja ruta de su complicado amor.

 

A la tarde siguiente nos despertamos y recordamos lo ocurrido la noche anterior. Eran tiempos de reflexión y autocrítica. Nuestro rumbo era difuso, pero sobre todo el de Pappo.

 

Debíamos lograr que nuestro amigo entrara en la misma terapia que el resto: la de compartir, la de expresar lo que nos pasaba, la de comentar los sueños y los deseos, las sensaciones y las emociones. Pero no nos hizo caso, siguió con la idea de que para aprender hay que darse un buen golpe contra la pared.

 

Y se lo dio. Pappo llegó a la casa de Melissa con un ramo de flores en sus manos, una caja de bocaditos Cabsha, que había robado de la distribuidora, y una carta que le había escrito momentos antes. Pero nada de esto fue para el agrado de La Roly, ella quería una sola cosa, pasarla bien un rato.

 

Difícilmente la relación podía llegar a buen puerto, Pappo buscaba algo más serio, más estable, pero la Roly sólo quería un “amigo con derecho”, pasarla bien y distraerse un poco.

 

Nuestro amigo estaba atravesando una situación difícil, él buscaba tranquilidad y amor, compartir momentos en pareja y llevar adelante su vida acompañado. Pero lo cierto era que Pappo no debía buscar el amor, sino esperar que el destino se lo presentara.

 

Pappo dejó el ramo de flores sobre la mesa, miró a Melissa con un claro mensaje de decepción y sin decir una sola palabra dio media vuelta, volvió a abrir la puerta y salió caminando despacio, como quien espera que la otra persona lo detenga y cambie de opinión.

 

Nunca ocurrió, y fue lo mejor que ella pudo haber hecho. Si no puedes amarlo, déjalo volar, y eso hizo La Roly. Fue una gran enseñanza para nuestro amigo, que recibía un nuevo golpe para seguir curtiéndose. Debía hacerse fuerte y seguir adelante.

 

 

Por otro lado, soñar con ser astronautas, estrellas de cine, cantantes de rock o futbolistas de elite no era costumbre nuestra, ni siquiera lo fue cuando éramos chicos. Nunca habíamos viajado en la imaginación hasta esa altura.

Siempre fuimos de perfil bajo, soñábamos con un futuro más simple. El ideal era vivir el resto de nuestras vidas con algún currito, siendo empleados del estado o mejor aún, siendo ñoquis, viviendo de arriba a costas de otros.

 

El Tincho siempre se caracterizó por trabajar con su físico como fuerza laboral y no con su intelecto. Lo cierto era que para nunca anduvo muy bien en el aspecto laboral, o más bien, siempre se dedicó a la pesca y nunca salió de ese rubro. No tenía prácticamente experiencia en otros campos o disciplinas.

 

En el reparto lo padeció bastante, tenía que hablar con gente, contar plata, convencer a algunos clientes y si, le quedaba bastante grande el laburo. Pero siguió hasta que finalmente se avivaron los de arriba: “rajá pibe, no servís para esto”. Con estas palabras El Tincho volvió a los clasificados del domingo y la presentación de su CV en lavaderos de autos o pizzerías con pretensiones de contratar a un nuevo ayudante o repartidor.

 

Ni así le fue muy bien, y eso que nosotros lo ayudamos bastante: “no pongas foto en el CV Tincho, hacenos caso”, pero no nos daba mucha pelota.

 

_ Algo te va a salir Tincho, ¿pusiste que sabes inglés?

_ No, no lo puse… pasa que estoy un poco desactualizado con el english.

_ Bueno, pero le volvés a agarrar la mano de toque. Dale, práctica un poco y lo metemos. Ya mismo lo agregamos y ahora si vas a pegar algo seguro, acá el inglisch pega a full.

 

Dicho y hecho, El Tincho consiguió una entrevista el mismo día para una empresa que andaba metida en la atención al cliente para Estados Unidos.

 

El telemarketing comenzó a ponerse de moda y un estudiante universitario con buen nivel de inglés no tardaría en conseguir un puesto en una empresa de ese estilo.

 

Por lo que el Tincho era un candidato clave para obtener el puesto. Durante la entrevista con el gerente general de la empresa comenzó a desarrollarse una conversación en inglés.

 

Luego de la primera pregunta que le hizo el licenciado, el Tincho se quedó mudo. Al cabo de dos minutos y medio nuestro amigo quedó descartado.

 

El Tincho siempre fue muy temperamental, con muchas complicaciones para contener sus iras. Fue cuando salía de la oficina que sufrió un reflejo de su instinto asesino que lo condenaría por un largo tiempo.

 

No logró controlarse y cayó en la tentación de lo que todos algunas veces quisimos hacer en algún trabajo: revoleó una computadora por la ventana y al caer golpeó a un guardia de seguridad del edificio.

 

La gente de control lo detuvo rápidamente y la policía no tardó en llegar. Nuestro amigo fue detenido y le abrieron una causa por daños y prejuicios, con una condena de seis meses. Así, El Tincho conocería distintas comisarías y centros de detención de nuestra nueva y querida ciudad platense.

 

Fue un momento muy duro para el grupo, principalmente porque tuvimos que seguir pagando su alquiler durante ese tiempo. Pero no solo eso, faltaba un amigo para el resto del año, era un golpe muy fuerte.

 

Pero el Tincho debía aprender de sus errores. Ya no estaba en la costa donde podía hacer cualquier cosa, en la ciudad había leyes que debían ser respetadas. 

 

No podíamos hacer mucho. El Pega se presentó como su abogado, pero apenas llevaba algunos meses cursando en la carrera. De todas formas, El Tincho sobreviviría, era un hombre fuerte que sabía defenderse y ganarse su lugar. Era cuestión de esperarlo, cuando cumpliera su sentencia nosotros estaríamos ahí para él.

Episodio XIV: Tarde o Temprano

Diciembre sería el mes que dejaría una marca en nuestras vidas. Nació el hijo de la tía Polola y, si bien estábamos muy preocupados por nuestro amigo por su potencialidad como padre, resultó ser de otro de los amigos de su sobrino. 


El Tincho fue liberado de la cárcel a mitad de mes y lo recibimos con los brazos abiertos. Era un tipo cambiado, mucho más maduro, con ideas claras y un objetivo por delante.
 

_ Chicos, quiero recibirme. Quiero ser profesor. No quiero volver a la cárcel. ¿Ustedes saben lo que le hacen a los que tiran computadoras por las ventanas?
 

Nos quedamos en silencio. 
 

El 2006 comenzaría con cuatro amigos solteros, sin hijos, libres, decididos a estudiar, con la experiencia de vivir en la gran ciudad y con más fuerzas para afrontar el mercado laboral. 
 

Esa noche en que largaron al Tincho nos juntamos a jugar al truco, no podíamos cerrar el año de otra manera, había que armar una partidita y tomar unas cervezas para concluir con la primera etapa de nuestra historia lejos de la costa. 
 

_ No ahora, pero siguiendo con el tema de la tía Polola, a mí me gustaría decir que algún día me encantaría ser padre.
_ ¿Padre? Si sos un inadaptado. Cambiándole el aceite a la moto te veo bien, pero cambiándole el pañal a un nene lo veo más peligroso que dándole un cuchillo a un monito.
_ Aguantá Pega, no seas tan duro con el Tincho, hay cada boludo que asume el rol de padre como todo un hombre, sin ningún “peligro”. Creo que esos 9 meses de embarazo un poco te mentalizan.
_ Perdón que interrumpa, pero no es tan así, hay tipos que nunca aprenden y los chicos son los que lo sufren.
_ Maurito vos tranquilo. Todos tranquilos por favor. Simplemente digo que quisiera ser padre algún día. Y reconozco que soy pibe, pero he cambiado y voy a seguir haciéndolo.
_ Capaz te vendría bien pasar un par de años más en la cárcel Tincho, ¡dejate de hinchar los huevos hermano!

 

El Tincho había realizado algo que ninguno de nosotros aún había hecho: una autocrítica. Hacía falta mucho coraje para hacer eso, para reconocer los errores, para asumir que uno muchas veces se equivoca.
 

Nosotros éramos sus amigos y lo aceptábamos tal cual era, porque sabíamos que no era mal intencionado. Simplemente se había hecho un tipo duro porque la vida lo había convertido en eso. Lo queríamos y por eso lo aguantábamos. Nunca lo dejaríamos a un lado por su forma de ser. 
 

¿De qué otra manera podía terminar el año? De ninguna otra. Con El Pega le ganamos 30 a 28 el último chico y nos consagramos. Armamos las valijas para lo que sería nuestro primer regreso a la querida costa.

 

Y si, éramos los nuevos reyes de la Costa, los “hombres universitarios” que volvían para reencontrarse con aquellas compañeras de colegio que habían dicho que fracasaríamos, que volveríamos a las dos semanas, que la ciudad nos expulsaría de regreso al pueblo.
 

Las cosas habían cambiado, ya no éramos los pendejos que la gente conocía, ya no nos buscaba la policía por diferentes conflictos. Estábamos limpios, ya nadie se acordaba de nuestra despedida siquiera, éramos seres nuevos.
 

Volvimos. Volvimos con sed de revancha, con todas las pilas para salir a la cancha y recuperar los años perdidos, volvimos para limpiar nuestros nombres y cambiar nuestra imagen. Ahora sí podríamos entrar a los boliches de San Bernardo sin tener que falsear el documento ni pagar la entrada con monedas de otros países.
 

Lo principal para nuestra nueva presencia en la costa era que nadie se enterara de unas cuantas verdades que vivimos en La Plata, algo que costaría mucho ya que el propio Pega llevaba siempre puesta la remera de Gat’s que compró en Chascomús.
 

Por otro lado, no teníamos un mango, así que ese sueño de caer con un BMW y una buena billetera se había quedado pegado a la almohada ya que ni siquiera llegábamos a costear el bondi y patearíamos todas las noches hasta San Bernardo por la playa para que nadie nos viera. 
 

Pero no nos importaba demasiado, éramos personas cambiadas, con otra mentalidad, diferentes a los de allá. Ahora no nos daba bronca ver a los “hijos de” con motitos, autos o cuatriciclos, sino que nos causaba gracia. Hasta nos daba un poco de lastima ver como sus vidas se centraban en ese tipo de cosas y nunca tendrían los cojones para vivir la cantidad de aventuras que habíamos atravesado nosotros en los últimos meses en la Ciudad.
 

Había algo cierto, nosotros mismos nos arrepentíamos de varias de ellas, pero en en el balance estábamos muy orgullosos y lo repetiríamos en el caso de que fuera necesario… estrictamente necesario. 
 

La calle tiene esas cuestiones, se viven momentos difíciles, complicados, peligrosos, y hasta desesperanzadores, pero una vez que esos momentos son superados, se convierten en anécdotas históricas que a uno le encanta recordar mediante una copa, en una juntada con amigos.
 

Habíamos vuelto al viejo barrio. Nadie nos esperaba, nadie nos fue a buscar, pero habíamos vuelto y estábamos contentos. Contentos porque sabíamos que en poco tiempo volveríamos a irnos, porque de otra manera hubiésemos estado destruidos, dolidos y sin ganas de seguir. Se venían tiempos de descanso y de disfrute. Por primera y última vez descubrímos lo que era volver a casa.

Episodio XV: Con Ustedes: El Verano

Y si, es tal cual lo pintan en todos lados, el verano es un descontrol desenfrenado, lleno de jovenes dispuestos a todo. Música, alcohol y drogas por doquier, playa de día y de noche, fogones, vóley, fútbol, recitales y fiestas.

 

Lo típico: Levantarse a las tres de la tarde, boludear hasta las cuatro y media y ahí encarar para la playa. Tirarse a hacerse los lindos y a decirle boludeces a las chicas hasta las seis. Jugar un fulbito cuando empieza a partir la gente – pero a tiempo de que te vean las señoritas– y tirarse a ‘copetear’ una ‘birra’ a eso de las siete y media. Luego pegarse una ducha y comer una pizza para dar una vuelta por la peatonal llegando a la medianoche y arrancar – bar de por medio – para algún boliche ‘top’.

 

Y sí, es cierto, todo eso lo veíamos, pasaba por debajo de nuestras narices y lo compadecíamos. No era nuestra realidad, nosotros estábamos ahí por la guita y pegamos un buen laburito, los cuatro juntos en la Municipalidad del Partido de la Costa: Agentes de Control Urbano.

 

No había dudas, lo nuestro era la calle y la gente nos respetaba, había que hacerse los duros y de última quedar bien dejándolos pasar como una muestra de que nosotros éramos los que teníamos el poder de mover a las masas.

 

Pero una vez más la suerte nos torció el brazo y el 3 de enero encontraría a El Tincho internado en el hospital de Mar de Ajó por recibir un botellazo en la cabeza luego de ponerle una multa a una Chevy negra con vidrios polarizados que estaba mal estacionada frente al único boliche de heavy metal que se podía encontrar a un costado de la Avenida San Bernardo.

 

Esta vez ni lo fuimos a visitar, no teníamos tiempo, el horario de visita coincidía con el de nuestro trabajo. Además, ya nos sobrepasaba, el Tincho vivía metiéndose en quilombos.

 

_ No Pappo, yo no voy, siempre en el hospital o en la cárcel, ¡basta viejo!

_ El Pega tiene razón Pappo, pensá que El Tincho tiene sus problemas y en el ejercicio de su trabajo estos no quedan a un lado, al contrario, se amotinan y le afecta terriblemente.

_ Y bueno, habrá que buscarle otro trabajo entonces. Él dijo que había cambiado, yo le creo.

_ No Pappo, no hay nada que se pueda hacer, a El Tincho cada tanto se le salta la chaveta, es así, pero bueno, hay que aceptarlo, es nuestro amigo y listo.

_ Tal cual, Maurito tiene razón, lo que hay que hacer es cubrirlo un poco, moverse dentro de su misma zona.

_ ¿Cubrirlo? ¿Cómo Pega? si estos forros de municipales no nos dejan ni respirar, nos tienen todo el día con el handy en el orto y viniendo a ver donde estamos nosotros para asegurarse de que no nos vayamos a la mierda.

_ Eso te pasará a vos Pappo, y eso es justamente porque vos tenés cara de sospechoso. En cambio, a nosotros nos dan la total libertad y confianza.

_ Bueno Maurito ya está bien, dejémoslo así. Lo que yo creo es que llegó la hora de hacer un nuevo pacto, como en los viejos tiempos: No podemos descuidar al Tincho, hay que estar ahí para cuando nos necesite, siempre.

_ Ni en pedo, yo no pacto nada.

_ No, ni loco, cualquiera Pappo.

_ Chicos, es nuestro amigo, ¡no podemos dejarlo tirado ahora que está en las malas!

_ ¡El Tincho siempre está en las malas! Dejate de joder y dale, vamos a tomar una cerveza.

_ ¿Ah sí? ¿Y quién va a ocupar el lugar del Tincho para nuestras tradicionales partidas de truco? ¿Quién nos va a defender cuando los borrachines quieran abusar de nosotros el año que viene en la pensión? ¿Y quién va a estar ahí siempre que necesitemos una mano, un hombro, un amigo?

 

El silencio ocupó la sala y agachamos las cabezas porque mirarnos a la cara se hacía imposible. Nos empezábamos a dar cuenta de algo: el Tincho nos necesitaba y él siempre había estado cuando lo necesitábamos. No podíamos fallarle ahora que él la estaba pasando mal, muy mal.

 

_ Bueno, ¿Qué hacen ustedes? Yo me voy al hospital a ver a El Tincho.

_ Habrá que acompañarte Pappo, cuando tenés razón, tenés razón…

_ Bien. ¿Y vos Pega?

_ Yo voy, pero me la van a pagar ustedes dos, manga de pechos fríos.

 

Así arrancamos el verano 2006, como un retrato de tantas otras etapas en nuestras vidas: heridos, en el hospital, laburando de algo que no queríamos y viendo a la gente pasándola bien, como si fuésemos aficionados de Gran Hermano.

 

Pero así es la vida de aquel que vive en la costa o por lo menos tiene familia en dicho Partido y no es un simple visitante que se va de joda durante dos o tres semanas.

 

Sabíamos una cosa: el verano terminaría y volveríamos a marchar. Simplemente estábamos recargando las pilas, la billetera y el corazón con el cariño de nuestras familias y nuestras viejas amistades que siempre nos esperaban para emborracharnos o revolcarnos en la playa.

 

Y allí estábamos, una vez más, unidos y apoyándonos frente a cualquier situación que nos detonara la bomba del tiempo y la vía del tren de la suerte. Poco a poco nos hacíamos más fuertes, en lo individual y en lo grupal. 

 

El tiempo comenzaba a convertirse en nuestro aliado. Teníamos un objetivo a largo plazo y toda vivencia se convertiría en un aporte para llegar a él.

 

Sin embargo, cada día que pasaba era un nuevo puñal en nuestros corazones, teniendo que pelearnos con los turistas que se creían los dueños del mundo, los más porongas del país. Los tipos querían estacionar en un lugar y lo hacían, por más que uno les explicara que no se podía o que un cartel gigante indicara que estaba prohibido.

 

Las multas se las pasaban por las pelotas y las discusiones se volvían eternas. ¿Quién debía ceder? ¿El que debe hacer cumplir la ley o el que la rompe? Terminábamos cediendo nosotros, porque sino nos cagaban a trompadas todos los días.

 

Pero esto era algo que afrontábamos por el simple hecho de lidiar con seres humanos en general y con argentinos en particular. Qué podíamos esperar, si esta misma gente es la que se hace la dormida en el colectivo para no darle el asiento a una embarazada.

 

Cómo podíamos exigirles algo cuando no usar el casco en la moto los hace sentir superiores al resto y los hace sentir, por infelices que son, realmente vivos.

 

Qué podíamos pedirle a esa gente que tiraba la basura en el piso en vez de dar dos pasos más y depositarla en el cesto que pone a disposición de todos la Municipalidad y el servicio de recolección de residuos.

 

Nuestro trabajo era difícil, como el de todos. Los turistas se quejaban por tener que esperar en los comercios, se molestaban si no estaba su talle de zapatillas, puteaban a medio mundo si no había cabina o maquina en el locutorio, revoleaban botellas si no los dejaban entrar a un boliche porque estaban en ojotas o con gorras, y cientos de casos más.

 

Pero a nosotros todo nos hacía más fuertes. Todo nos servía. Por lo menos para saber que debíamos poner ambos pies sobre la ciudad de La Plata, y volver a la costa, pero como turistas, no como empleados.

 

Con esa mentalidad sobrevivimos el verano del 2006. Con esa idea en la cabeza volvimos a la ciudad de las diagonales para seguir creciendo.

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